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Los amantes

Con sus brazos menudos ella rodeó el cuello de su acompañante para decirle al oído un secreto. Él solo sonrió como un amante cómplice.

Se subieron al Metro en la estación Centro Médico y de inmediato hicieron suyo un rincón del vagón de la Línea 3.

Ella traía puesto un vestido entallado, con estampado de piel de leopardo, que hacía que se le notara algo de pancita. Unas medias negras transparentes cubrían sus piernas. Su melena era corta, pero se veía alborotada y le cubría parte de su tez morena, pero no su sonrisa. Se veía a todas luces que era mayor que él.

Él rodeó su cintura con sus largos brazos. Era más alto que ella por medio metro. Los años vividos se habían quedado para siempre en su rostro, el de un hombre que no podía ocultar que había sido galán y seductor. Vestía una gabardina tres cuartos color beige, pantalón negro y botas vaqueras picudas color café.

Elena los descubrió desde que se subieron al Metro y los siguió con la mirada durante el trayecto, como toda una voyeur.

La mujer tenía que pararse de puntitas para rodear con sus brazos el cuello de su pareja. A Elena le recordaba el sex symbol de los ochenta, Mickey Rourke, solo que ella no era la Kim Basinger de la película Nueve semanas y media.

El escarceo, el intercambio de miradas, caricias y secretos al oído continuó durante todas las estaciones que siguieron a la de Centro Médico: Etiopía, Eugenia y División del Norte. Las puertas de vidrio del vagón del Metro se abrían y se cerraban, gente subía y bajaba, y ellos permanecían atrapados en el deseo y la seducción.

Nada los perturbaba, daba envidia su libertad.

En la estación División del Norte, Elena se levantó de su lugar y, disimuladamente, se acercó al rincón de los enamorados. Quería escuchar lo que se decían en voz baja, deseaba robarles sus secretos de amor antes de que las puertas del vagón se abrieran para obligarla a bajarse en la estación Zapata, la más cercana a su casa.

Entonces, se preguntó quiénes eran, dónde se habían conocido; ¿en la colonia Tabacalera?, ¿en la cantina La Mascota?, ¿en una parada de autobús?, ¿a dónde iban?

Elena nunca lo sabría, ni tampoco si venían de hacer el amor o si iban como solitarios fugitivos y adúlteros asustados al encuentro con esa deliciosa demencia voluntaria a la que se entregan unicornios, pegasos y dragones.

En su imaginación, Elena tejió una historia:

Ella había dejado de ser una mujer sumisa, condenada a esperar la llegada de su príncipe azul, y decidió exhibir su pasión con un hombre más joven. Había hecho suya la frase: «Si quieres algo, sal a buscarlo».

Él era un cínico seductor que se asumía como objeto de deseo. Vivía sin miedo al qué dirán sobre su relación amorosa con una mujer mayor. En sus relaciones furtivas con las mujeres maduras siempre se preguntaba: «¿Qué quiero yo?».

Cuando Elena llegó a la estación Zapata, antes de salir del Metro, atrapó a los amantes de estilo cautivador, imagen provocativa, sensualidad y seguridad en sí mismos, y sin que ellos lo supieran se llevó consigo su historia para escribirla en su cuaderno rojo.

—¿Sabías que puedes hipnotizar con el sonido de un reloj? Cada día a las doce mira el reloj y piensa en mí acariciándote.

—Sí

—¿Lo harías por mí?

—Sí.

Nueva colaboración de Carmen Lloréns Fabregat para Inspirando Letras y Vidas

El hombre de las dos eles

Imagen: Anne Nygard

Es junio 19 de 2016, domingo, Día del Padre.

La última vez que Elena lo vio era domingo y platicaba con él en la calle de Golf esquina con Atletas, en la colonia Country Club. Ese día, Elena había ido a comer con su marido y su pequeña hija, se ponía el sol y su padre estaba recargado en el poste de cemento color rosa con el nombre de las dos calles, mirando al horizonte. Cuando se acercó a él no recuerda si lo tomó por la cintura, pero sí una frase: «Un día más, un día menos».

Para el martes, Elena ya no tenía papá. Su padre, Manuel, no resistió un aneurisma fulminante en la aorta, a pesar de su previo checkup y de la atención que recibió del prestigiado doctor Handam.

Muchos años después, Elena se bajó del Metro en la estación Zapata y decidió caminar hasta su casa en la colonia Del Valle. Era domingo, Día del Padre, y pensó que caminar le ayudaría a olvidar esa fecha, pero era difícil porque días antes le había llegado a su casa propaganda sobre los diferentes «tipos de papás»: que si el papá cool, que si el papá deportista, que si el papá ejecutivo. Para todos había grandes ofertas y regalos: corbatas, tenis, lentes para el sol, lociones y mucho más.

Ese día, muy temprano, encendió una veladora que colocó sobre el trinchador del comedor, junto a la foto de su padre. Ahí lo acompañan para siempre una imagen de su esposa Mari Carmen y otra de sus suegros, Laura y Ramón, varios rosarios y unas flores. San Pedro lo llamó en la plenitud de su vida: apenas tenía cincuenta y dos años.

Recuerda que cuando su padre murió, en la iglesia se escuchaba el taconeo de sus zapatos sobre el piso, pues Elena movía los pies para sosegar su alma. Desde ese día no cree en Dios ni en los santos, y en más de veinte años no ha regresado al panteón donde él duerme al lado de sus padres, Luis y Sara.

Por eso, ese día Elena salió de la estación del Metro Zapata y caminó hacia Liverpool de Félix Cuevas. Iba huyendo de la nostalgia. Casi al llegar a la puerta principal del almacén, en la esquina de las calles de Oso y Parroquia, se quedó sentada por un instante en una banca; desde ahí le pareció ver algo tirado en el suelo: pensó que era una bolsa de basura. Conforme se acercó al logotipo de Liverpool, grabado en el pavimento, se dio cuenta de que lo que había en el suelo era un hombre.

Estaba acostado boca abajo, con el torso desnudo y un pantalón que había sido blanco y ahora lucía gris. Yacía en el pavimento con los brazos morenos extendidos; parecía un Cristo recién caído de la cruz de madera. Su cuerpo inerme tapaba las dos eles del logotipo de la tienda departamental.

La gente que estaba sentada en las bancas esperaba que dieran las once de la mañana para entrar a Liverpool y comprar los regalos para papá. Algunos veían al hombre y se volteaban sin hacer absolutamente nada por él.

Conforme Elena se acercó, descubrió que había agua bajo su cuerpo y que escurría por las dos eles del logotipo de Liverpool. Fue entonces que se dio cuenta de que dormía caliente, cobijado por sus propios orines. Parecía un hombre perdido en los sueños de su embriaguez.

De repente, un policía uniformado se acercó al hombre de la calle para decirle que se quitara del logotipo. El hombre se despertó súbitamente y se levantó haciendo una caravana al policía, como si fuera un antiguo poblador de San Lorenzo Xochimanca, hoy colonia Del Valle.

Elena pudo observar su cuerpo delgado y su piel color bronce. Apenas y alcanzó a mirarle el rostro. Sus dientes eran blancos, sus cabellos se veían quemados por restos de sol y sus pantalones sucios rozaban la raya de sus nalgas.

Con paso veloz y gallardía el hombre huyó corriendo y, en segundos, se perdió entre las calles. En ese momento, Elena alcanzó a escuchar la voz del policía que decía por su radio:

—Aquí trescientos cincuenta y dos. ¿Me escuchas? Siete corriendo a la calle.

Eran las once en punto y las puertas de Liverpool se abrieron; porque «es parte de tu vida» y los regalos del Día del Padre esperaban a los ansiosos compradores.

Elena se preguntó a dónde se había ido el hombre de las dos eles, quién era su padre, si lo había abandonado, o él era padre y se abandonó a sí mismo. Ni siquiera supo cuál era su nombre; para ella, siempre sería «el hombre de las dos eles», y pensó: «¿Qué será de él? Nunca lo volveré a ver».

Quería encontrarlo para decirle: «Disculpe usted, no le pedí permiso y mientras dormía le di tres o cuatro clics a la cámara de mi celular para captar su imagen. Perdóneme señor de las dos eles, yo nunca quise robarle su alma, pero usted quedó atrapado en mi corazón y siempre lo recordaré donde quiera que esté».

En 1962 se inaugura Liverpool Insurgentes… Los espacios que forman las líneas de su logotipo aluden a los departamentos de una tienda, como laberintos simétricos y ordenados. El naranja combina la energía del rojo con la felicidad del amarillo. Se le asocia a la alegría, el sol brillante y el trópico. Representa entusiasmo, la felicidad, la atracción, la creatividad, la determinación, el éxito, el ánimo y el estímulo. El dicho popular: «lo ves todo de color rosa» refleja fielmente su significado: ingenuidad, bondad, ternura, buen sentimiento y ausencia de todo mal.

Colaboración de Carmen Lloréns Fabregat para Inspirando Letras y Vidas

VIAJEROS (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

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Imagen: Slava Bowman

Callas. Existes solamente en la quietud de este universo silencioso. En ese tiempo donde vuelo, lejos del bullicio de una multitud sin brújula que atraviesa mi alma transparente tratando de llevarse tu color, tu risa, mi sueño.

Duermo. En ese espacio cincelado de locura siempre te encuentro, cerca o lejos, ayer, mañana o siempre… Y cuando llegue el día no despertaré, habito esa mirada perdida entre el amor y la dicha.

Respiras. En cada curva de esta piel verás crecer un jardín infinito.  Imagino el aroma que desprende tu beso, esa flor que desnuda mi cuerpo.

Sueño. Soplaré esta nube maldita del calendario, mojando de lluvia los días en que no estás, dejando una marca en cada paso donde te pienso. Para que no te pierdas, para que se escriban las hojas de este corazón.

Somos viajeros atrapados en una coincidencia llamada tiempo. Te veo y no sé dónde estás. Te quiero y ya no importa.  

Soy de este lugar vacío, sin mapa y sin destino.  Sin ti.

© Nur C. Mallart

Colaboración para Salto al Reverso

Burbujas (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

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Imagen: Jamie Street

 

Incesante gorgoteo en la herida del alma,

flotando sobre la marea de la vida…

Y allá, desde esa lejanía que me eclipsa,

la burbuja, espejismo de un amor.

El amor escrito sobre este cielo que piso

y que maldigo en tu ausencia.

Nado a contracorriente, sin tu aliento a mi favor.

Y en esta burbuja, pensamiento liviano,

me ahogo, me contraigo y me elevo

hasta donde salpique la esperanza

y pueda evitar este destierro.

Paisaje sin color, tesoro escondido

anclado en el más profundo de los mares.

Burbuja de dolor que en el rocío

lloraste en mi jardín y ahogaste

un corazón que ya no es mío.

© Nur C. Mallart, para Salto al Reverso

«El vuelo infinito», nueva colaboración para Salto al Reverso

Ella —no importa aquí su nombre— siempre imaginó tener una vie en rose hasta que una tarde cualquiera, mientras preparaba una fiesta familiar, se le reventó un globo. Fue entonces recordó el suceso de días atrás, cuando otro se le había escapado por la ventana.

En aquella ocasión intentó atraparlo de forma desesperada, pero el globo, empujado por el aire, se elevó azaroso hasta casi alcanzar una hilera de nubes grises y se perdió de vista, al igual que todo lo que había deseado conseguir en la vida. Él también, alguien inalcanzable y demasiado importante, tanto, que ella se sentía demasiado común.

Él tenía casi todo lo que deseaba y mucho más. Sin embargo, ella se consolaba con pintar sus anhelos en una pared o escribirlos sobre la almohada. Él, de cuyo nombre a veces prefería no acordarse, se despertaba ciego por tanta luz artificial y moría cada día un poco, sediento del paisaje y el calor que, todavía sin saberlo, solo ella, auténtica, tierna y veraz, podría ofrecerle.

Ella necesitaba cerrar sus ojos para estar con él, y él en un solo parpadeo se rodeaba de un enjambre de reinas vanidosas y complacientes. Pero él, a veces imaginaba un mundo más pequeño, el mismo donde vivía ella, una galaxia lejana y cercana a la vez, un espacio tejido de estrellas que abrazara a dos mundos.

Una mañana de abril él presentó su última canción, y ella sintió que le hablaba. Sonrió,  dibujando en su mente la idea de que, quizá, él podría mirarse en aquellos ojos o inspirarse en el fino y delicado cuerpo que no tenía ni de lejos el glamur y la perfección al que él seguramente estaría acostumbrado.

Ella, en sus momentos de calma y sosiego escuchaba esa canción, en un ansia de conocerlo un poco más y él, la tarareaba casi a diario para salir de una realidad aparentemente impecable y completa.

Al final del día, ella guardó el globo reventado en un cajón, como quien a pesar del dolor se empecina en atesorar un corazón roto. Y así, mientras ella trataba de llenar esa hueca ilusión, en otro punto del universo, él llegaba a un reconocido teatro donde una multitud lo esperaba para celebrar el lanzamiento de su primer single. Ella se hundió en el sillón y permaneció atenta a la televisión. Se imaginó allí, caminando ufana de su brazo; mientras él, mantenía una sonrisa arcaica y atendía con un desmedido entusiasmo a la prensa para huir de las enloquecidas fans que peleaban por un autógrafo, una mirada o una foto robada.

Ella lloró colgada en la añoranza de un tiempo en que creyó que sería feliz, mientras con el dedo índice acariciaba su nombre escrito en una página húmeda. Y casi al amanecer, se rindió al sueño, agotada de tanto llorarle al corazón a través de las líneas de aquel diario más ideal que íntimo.

Él, casi ahogado en alcohol, deshizo el nudo de su corbata y se sentó en la cama de aquel nuevo hotel en aquella desconocida ciudad. Apuró el último trago del whisky que pidió minutos antes y con su pulgar repasó las imágenes de su teléfono móvil con desgana, como un condenado que lee su sentencia de muerte.

Cuando despertó, ella tenía los ojos hinchados y trató de evitar la luz del nuevo día ocultándose bajo las sábanas. En la habitación de aquel hotel, él se recostó sobre la cama y miró hacia la ventana. Vio un globo, el único que sobrevivió a aquella extravagante fiesta nocturna. Se había enredado entre las plantas del balcón. Sonrió, dejando caer el vaso que sostenía sobre la alfombra. Recordó las fiestas infantiles de la escuela, el olor a comida casera en el jardín de la vivienda familiar, el suave tacto de su madre apartándole un mechón de su cabello y, años después, el primer beso en su dieciséis cumpleaños. Echó de menos aquella vida y al muchacho que fue.

Ella se dirigió al trabajo como un autómata. La música fluía a través de sus sentidos, era el refugio donde descansaba su alma y donde vivía amorosamente libre con él. Decidió cambiar el rumbo habitual y atravesó el parque descalza. Era temprano y el rocío de la mañana se sentía como un bálsamo bajo sus pies. Deseó quedarse ahí todo el día y de noche, buscaría escapar de aquella vida para siempre. Pensó en él, en su guitarra y en aquella última canción, para ella, de él, para los dos.

Finalmente, él se levantó y metió el globo en su habitación. Lo ató a una silla frente al escritorio y se sentó. Entonces, invadido por un gozo secreto cerró los ojos y la vio a ella. Sus labios desearon recorrerla con las mismas ansias con que escribía otra canción:

Someday, somewhere far from this gray, I will be in the blue of the sky. Can you see the color of this big balloon? This is my life, this is my heart talking about you… loving you even though does not see you… 

(Traducción: Algún día, en algún lugar lejos de este gris, voy a estar en el azul del cielo. ¿Puedes ver el color de este gran globo? Esta es mi vida, este es mi corazón que habla de ti, que te ama aunque no te ve…).

© Nur C. Mallart

Para Salto al Reverso