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La ventana

Imagen: Hanna Tims

Alguna vez escuché que el corazón no se cura cerrándolo sino al contrario, abriéndolo, aunque sea despacito, como una ventana a través de la cual permites que entre una brisa fresca, esa sensación de que el día (o la vida) trae una nueva oportunidad. Siempre tuve dudas sobre esta creencia, cuando te rompen el corazón lo que en ese momento necesitas es defenderlo, impidiendo que nada ni nadie intente desgarrarlo de nuevo… Con el tiempo aprendí que, en verdad, cerrarlo provocaba más dolor y amargura, cedía el poder al otro… Y, lógicamente, cuando no abres no permites que entre nada nuevo.

El miedo a menudo nos acorrala como un gato a un ratón. Nos aterrorizamos, perdemos fuerza, propósito y confianza… Nos entregamos totalmente a ese aparente caos del momento y no vemos nada más allá de lo que el temor nos muestra: una posible amenaza que, a menudo, ni siquiera es real.

En estos días se ha cruzado una de esas personitas que son, precisamente, como esa bocanada de aire fresco, capaz de reiniciarte desde su primer «Hola, querida Nur, ¿cómo has estado?».

Son personas ‘aire’, quizá no las ves, sin embargo, percibes su frescura, esa energía limpia y vivificante que te envuelve, regresándote a lo más profundo de tu ser, al amor que eres. También son personas ‘aroma’, pues su alma se expresa como una flor abierta, expandiendo su dulce fragancia sin discriminar a nadie, y en silencio. Son, además, personas bellas, como un paisaje idílico que se presenta ante ti, conectándote con lo simple y lo extraordinrio de tu propia existencia, son ese lugar cercano, al que siempre desearás regresar.

Son personas ‘milagro’, crecen a través de las dificultades y generan constante oportunidad y aprendizaje en tu propia vida… Porque, como tú y como yo, atravesaron su propia noche oscura del alma y eso nunca las derrumbó, al contrario, las motivó a seguir hacia adelante, en busca de la luz que hasta ese momento no se habían permitido descubrir dentro de ellas mismas. Hoy su propio brillo también ilumina al mundo.

Si reconoces a alguna de estas personas en tu vida, abre muy bien tus sentidos y abrázalas fuerte… No para retenerlas, el alma es libre, sino para respirarlas como quien se acerca al mar, con la esperanza de sentir paz y alivio, y para entregarles de vuelta tu calor y tu gratitud. No te pertenecen, llegaron a tu vida para recordarte una vez más que el día menos pensado puede ser hoy, que tu existencia no pasa desapercibida, que ese amor que algún día alguien no valoró regresará a ti en formas inesperadas… Y lo más importante: que cuando se cierra una puerta es momento de prepararse para abrir de par en par una ventana grande, ancha, sin rejas y absolutamente iluminada.

© Nur C. Mallart

Los amantes

Con sus brazos menudos ella rodeó el cuello de su acompañante para decirle al oído un secreto. Él solo sonrió como un amante cómplice.

Se subieron al Metro en la estación Centro Médico y de inmediato hicieron suyo un rincón del vagón de la Línea 3.

Ella traía puesto un vestido entallado, con estampado de piel de leopardo, que hacía que se le notara algo de pancita. Unas medias negras transparentes cubrían sus piernas. Su melena era corta, pero se veía alborotada y le cubría parte de su tez morena, pero no su sonrisa. Se veía a todas luces que era mayor que él.

Él rodeó su cintura con sus largos brazos. Era más alto que ella por medio metro. Los años vividos se habían quedado para siempre en su rostro, el de un hombre que no podía ocultar que había sido galán y seductor. Vestía una gabardina tres cuartos color beige, pantalón negro y botas vaqueras picudas color café.

Elena los descubrió desde que se subieron al Metro y los siguió con la mirada durante el trayecto, como toda una voyeur.

La mujer tenía que pararse de puntitas para rodear con sus brazos el cuello de su pareja. A Elena le recordaba el sex symbol de los ochenta, Mickey Rourke, solo que ella no era la Kim Basinger de la película Nueve semanas y media.

El escarceo, el intercambio de miradas, caricias y secretos al oído continuó durante todas las estaciones que siguieron a la de Centro Médico: Etiopía, Eugenia y División del Norte. Las puertas de vidrio del vagón del Metro se abrían y se cerraban, gente subía y bajaba, y ellos permanecían atrapados en el deseo y la seducción.

Nada los perturbaba, daba envidia su libertad.

En la estación División del Norte, Elena se levantó de su lugar y, disimuladamente, se acercó al rincón de los enamorados. Quería escuchar lo que se decían en voz baja, deseaba robarles sus secretos de amor antes de que las puertas del vagón se abrieran para obligarla a bajarse en la estación Zapata, la más cercana a su casa.

Entonces, se preguntó quiénes eran, dónde se habían conocido; ¿en la colonia Tabacalera?, ¿en la cantina La Mascota?, ¿en una parada de autobús?, ¿a dónde iban?

Elena nunca lo sabría, ni tampoco si venían de hacer el amor o si iban como solitarios fugitivos y adúlteros asustados al encuentro con esa deliciosa demencia voluntaria a la que se entregan unicornios, pegasos y dragones.

En su imaginación, Elena tejió una historia:

Ella había dejado de ser una mujer sumisa, condenada a esperar la llegada de su príncipe azul, y decidió exhibir su pasión con un hombre más joven. Había hecho suya la frase: «Si quieres algo, sal a buscarlo».

Él era un cínico seductor que se asumía como objeto de deseo. Vivía sin miedo al qué dirán sobre su relación amorosa con una mujer mayor. En sus relaciones furtivas con las mujeres maduras siempre se preguntaba: «¿Qué quiero yo?».

Cuando Elena llegó a la estación Zapata, antes de salir del Metro, atrapó a los amantes de estilo cautivador, imagen provocativa, sensualidad y seguridad en sí mismos, y sin que ellos lo supieran se llevó consigo su historia para escribirla en su cuaderno rojo.

—¿Sabías que puedes hipnotizar con el sonido de un reloj? Cada día a las doce mira el reloj y piensa en mí acariciándote.

—Sí

—¿Lo harías por mí?

—Sí.

Nueva colaboración de Carmen Lloréns Fabregat para Inspirando Letras y Vidas

La mujer de la falda de manta

A las ocho de la mañana y siete minutos ahí estaba esa mujer. Podría llamarse Juana, Micaela o Lupe. ¿Quién podía saberlo? Parecía una persona de cincuenta años; quizás era más joven, pero seguramente el sol había curtido la piel morena de su rostro haciéndola parecer más vieja.

Traía puesta una falda de manta de color blanco que le llegaba a los tobillos, y encima, una blusa larga sin mangas del mismo color. Sobre sus hombros, un rebozo de algodón, en color negro con gris, cruzado de lado, donde parecía buscar o guardar algo, como si se tratara de un monedero. Iba peinada con una larga trenza que le llegaba a la cintura.

Su expresión era la de una mujer «nerviosa», o, dicho en su lengua originaria, quizás náhuatl, yolcuecuechca, alguien a quien «le tiembla el corazón».

Elena miró con gran atención sus pies sin zapatos: parecía que no le importaba pisar el suelo sucio del andén del Metro. Cuando caminaba hacia la zona de los vagones exclusivos para mujeres y volteó para verla de nuevo, la mujer ya no estaba; había desaparecido.

¿Acaso habría sido una emisaria de nuestros ancestros aztecas, una sacerdotisa o, quizás, una esclava que había escapado de su fatal destino?

Seguramente cuando llegó al Metro, para su gran sorpresa ya no encontró la hermosa ciudad de México-Tenochtitlan, construida en medio de un lago, con sus amplias calzadas, un sinnúmero de canoas y sus adoratorios a manera de torres y pirámides. Con su mirada parecía decirlo todo: «Esto que veo no me gusta».

Y probablemente se preguntaba: «¿Dónde está toda la gente? ¿Por qué traen cubiertos los pies con zapatos que les aprietan, en lugar de andar descalzos y sentir la tierra húmeda que nos alimenta?».

Todo fue tan rápido que Elena se quedó con la sensación de que, durante la mañana de ese día, una deidad mexica la había visitado por unos instantes. ¿Acaso era Cihuacóatl, la diosa mexica mitad mujer, mitad serpiente? Tenía la certeza de que jamás volvería a ver a aquella mujer misteriosa de la falda de manta, el rebozo «de bolita» y los pies descalzos.

Al día siguiente, cuando Elena entró al vagón del Metro sintió una gran paz e imaginó que en lugar de ir como siempre a su «chamba» viajaría rumbo al reino del Lugar de las Garzas, Aztlán, para buscar a la mujer de la falda de manta blanca y juntas emprender el camino hacia la gran Tenochtitlán.

Y de que vimos cosas tan admirables, no sabíamos qué nos decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas y en la calzada muchos puentes de trecho en trecho, y por delante estaba la gran Ciudad de México.

Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la

Conquista de la Nueva España.

Colaboración de Carmen Lloréns para Inspirando Letras y Vidas

Descalza (nueva colaboración para Salto al Reverso)

Imagen: Ava Sol

Cuando sobra la piel,

no hay caricia que se ajuste a un alma rota.

Atada por el yugo entre mis pies

lloraban mis sueños, para morir después.

Donde ayer se apagaron las estrellas,

hoy me bordan las flores de tus labios.

Vuelo ligera, como nube arropada por el viento,

entre tus brazos.

Camino descalza, siguiendo el ritmo agitado de tu cuerpo.

Me visto de ti, enredada entre tu pelo alborotado.

Sacio tu sed, habitando el espacio sagrado donde bailo…

© Nur C. Mallart

Colaboración para Salto al Reverso

Un hogar en la esquina

Imagen: Dan Meyers

Allá por la zona Norte de la Ciudad de México, en la colonia Lindavista, alguna vez considerada el Beverly Hills mexicano, en un pedazo de banqueta un hombre ha encontrado su hogar.

Su morada no tiene una recámara ni tampoco un baño; cuenta solamente con tres paredes y menos de un metro de superficie para los días y las noches de su perra vida.

A diario, Elena lo ve por unos instantes en la calle Buenavista, desde el taxi que la lleva  a la estación “Deportivo 18 de marzo”, de la Línea 3 del Metro.

No tiene una vida privada ni intimidad. Vive un reality show, pero sin patrocinadores, comida, juegos, alberca o premios, porque todas las personas que caminan por su calle se asoman a su soledad sin pedirle permiso.

Los automóviles van tan rápido que sus ocupantes seguramente no saben de su existencia, ni tampoco las personas que circulan en bicicleta. Elena se imagina que los perros y gatos callejeros de vez en cuando lo visitan o duermen bajo su cobijo.

Con el cansancio de los años a cuestas se ve más viejo de lo que es. Está sucio, tiene  barba y el pelo enredado y crecido. Viste un viejo saco del que se asoma su torso desnudo. Sus pantalones se sostienen gracias a sus orines y al polvo, a falta de un cinturón. A la distancia, Elena alcanza a ver unos zapatos rotos que no logran proteger sus pies desnudos cubiertos con costras de mugre.

Un día, como a las seis de la tarde, está semi-acostado; el limitado espacio y su altura  no le permiten recostar más que la mitad de su cuerpo, de la cabeza a la cintura, y sus piernas son tan largas que no caben cuando las estira. Entonces, las sube a la pared frente a él, y da la impresión de que camina acostado buscando librarse de su pobreza.

De sofá, mesa, almohada o ropero, usa una colcha vieja y rota en donde guarda todos sus tesoros, algo así como su “menaje” de casa. A veces, cuando Elena va en el taxi sólo ve un  gran bulto cubierto con la desgastada colcha, y se  imagina que se ocultó debajo por la lluvia, el viento, el frío o porque simplemente  le dio la gana.

En otras ocasiones está de pie como si platicara con alguien de su pasado, antes de que llegara al fondo del abismo con las alucinaciones que ahora lo acompañan.

Elena también lo ha visto sentado, con la mirada perdida, sobre la colcha convertida en el sofá de su imaginaria sala, viendo cómo transcurren los últimos años de su vida. Otros días, en cambio, cuando se asoma por la ventana del taxi, lo ve en cuclillas, fumando una colilla de cigarro que seguramente recogió en la calle. Como su hogar no tiene puerta, es un hombre de la calle que, irónicamente, tiene todo al alcance de su mano.

Es un invasor de un pedazo de banqueta en la gran Ciudad de México. Tal parece que fuera la única salida que encontró para imponerse, con dignidad, a su destino. Hizo suya una esquina, sin ventanas, sin puertas, en donde todos lo miran y él mira a todos los que pasan cerca de su hogar.

Cada día que Elena pasa por la calle Buenavista, no puede dejar de pensar en encontrárselo. En una ocasión quiso atraparlo con su celular en una imagen, porque temía que el hombre del hogar en la esquina desapareciera o se esfumara. Pensó que si se moría, no tendría que dejar alguna herencia a nadie; se llevaría su bulto de cosas, incluido él mismo y se perdería en el olvido.

El ejército de hombres y mujeres que diariamente barren las calles de una ciudad que, en alguna época lejana, fue conocida como la “Ciudad de los Palacios”, no tienen tiempo de voltear a ver al ser humano que la habita.

Y quienes gobiernan la CDMX, la quinta más habitada en el mundo, sólo piensan en regalarle cobijas o en incluirlo en las frías estadísticas oficiales acerca de las personas en “situación de calle”.

Elena está segura de que al final de la jornada, cuando vaya en un taxi rumbo a la estación del Metro “Deportivo 18 de marzo”, volverá a ver por unos instantes al hombre del hogar en la esquina.

La derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce.

Jorge Luis Borges

Colaboración de Carmen Lloréns Fabregat para Inspirando Letras y Vidas

La Vie en Rouge (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

Bajo el destello de esta luz

que abraza el sueño de mi playa,

desnudo la mañana de cordura

y me visto de ti,

a una distancia demasiado calculada,

lejos de mí.

Entre ese espacio

en que me habita tu silencio

y un tiempo deshojado,

muero de ti.

Bajo este cielo carmesí

que a veces compartimos,

rasgo las horas

y trazo un plan soñado

entre tus ojos y los míos.

No me ves,

respiro entre tus labios

y acaricio ese momento

con el beso traicionado

 que soplo en el espejo.

No invoco tu presencia

para amarte,

me abraza la ilusión

de imaginarte hoy,

en la aurora que contemplo

y que cincela este pecado

 en un hueco de mi alma.

Y en el rojo que se escribe

en aquellos días de vino y rosas,

de calor y largas noches…

conjuro la orilla de este mar que se llevó tu nombre.

Mi eterna primavera

es hoy el recuerdo de tu voz,

y tu risa…

ese aire fresco que me falta.

Vivo sin ti en esta playa desierta

que transito,

y en este mar embravecido que ahoga

el grito de mi corazón,

sabes y sé…

que vivirás siempre conmigo.

© Nur C. Mallart

Colaboración para Salto al Reverso

«Palabra que arde» (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

Imagen: Patrick Hendry

Esa mirada que acecha

es deseo crepitante

sobre las brasas prendidas

de la palabra que arde.

Aquella que me desarma

y amenaza con matarme.

Aquella, la impronunciable,

por dolorosa y salvaje.

Me impulsa a perder la vida

por el riesgo de besarte.

Tu boca es un cruel ardid

que eriza mis consonantes.

Y el fuego de mi ceguera

enmaraña las vocales.

Hoy te escribe la ceniza

de mi alma prisionera.

Es amor, amor, amor...

El nombre de esta condena.

© Nur C. Mallart

Colaboración para Salto al Reverso

VIAJEROS (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

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Imagen: Slava Bowman

Callas. Existes solamente en la quietud de este universo silencioso. En ese tiempo donde vuelo, lejos del bullicio de una multitud sin brújula que atraviesa mi alma transparente tratando de llevarse tu color, tu risa, mi sueño.

Duermo. En ese espacio cincelado de locura siempre te encuentro, cerca o lejos, ayer, mañana o siempre… Y cuando llegue el día no despertaré, habito esa mirada perdida entre el amor y la dicha.

Respiras. En cada curva de esta piel verás crecer un jardín infinito.  Imagino el aroma que desprende tu beso, esa flor que desnuda mi cuerpo.

Sueño. Soplaré esta nube maldita del calendario, mojando de lluvia los días en que no estás, dejando una marca en cada paso donde te pienso. Para que no te pierdas, para que se escriban las hojas de este corazón.

Somos viajeros atrapados en una coincidencia llamada tiempo. Te veo y no sé dónde estás. Te quiero y ya no importa.  

Soy de este lugar vacío, sin mapa y sin destino.  Sin ti.

© Nur C. Mallart

Colaboración para Salto al Reverso

«El jardín de la soledad», nueva colaboración para Salto al Reverso

Era una tarde otoñal en el balneario Montmichelle, Suiza. Sus ojos cansados apenas distinguieron la masa borrosa que se dibujaba ante él. El murmullo de unas voces lejanas le despertó de aquella larga ensoñación en la que vivía desde hacía tiempo, demasiado quizá.

La familia Uribe, de origen venezolano, había llegado poco antes del mediodía para hablar con el médico responsable de rehabilitación. María Belén, la pequeña del clan, le acarició un pie. Nadie le había tocado así antes y le recorrió un escalofrío. Por primera vez dejó de sentirse invisible.

—¡Mira papi se le posó una mariposa! ¿Le hará cosquillas? —preguntó la niña emocionada.

—No se da cuenta, amor —le contestó su padre acariciándole el cabello.

La niña espantó a la mariposa con la mano y salió tras ella correteando por el jardín.

—Siéntense, por favor —indicó con un marcado acento francés el doctor Leboussier.

—Hijo, ve con Belén —dijo el señor Uribe a Iván, su hijo mayor.

—Pero ¿por qué? ¡Quiero saber cómo está Adrián! —protestó el chico.

—Haz lo que te dice tu papá —dijo con dulzura la señora Uribe.

El matrimonio llevaba casado 20 años, se amaban como el primer día. Isabel Uribe tenía una belleza inusual, exótica, que florecía con el paso de los años. Su cabello esculpido en un perfecto moño dejaba entrever una larga y cuidada cabellera castaña oscura. Sus gestos eran elegantes y su lenguaje discreto. Lucía un elegante vestido rojo largo hasta la rodilla y un abrigo negro a juego con las botas de tacón.

Manuel Uribe aparentaba más edad por el bigote, pero el brillo azulado de sus ojos le imprimía la vitalidad y la dulzura de una lejana pero muy feliz juventud. Desde aquella tragedia, sin embargo, parecía haber envejecido un par o tres de años. En cada una de sus visitas vestía con un elegante traje de domingo, el mismo con el que vio casarse a su hermano menor, Adrián, que yacía desde hacía meses en aquella cama.

—Doctor, ¿cuál es el pronóstico? —preguntó angustiada Isabel.

—Señora Uribe, me temo que en estos momentos es precipitado y poco prudente emitir conclusión alguna —hizo una pausa—. Si bien es cierto que ha habido una evolución en el aspecto físico, la parte cognitiva es la que va más lenta.

—Pero… se recuperará, ¿verdad? —preguntó Manuel tomando la mano de su esposa.

—Doctor, se lo suplico, ¡díganos la verdad! Estamos…—A Isabel se le quebró la voz.

—Estamos preparados para escuchar lo que tenga que decirnos —continuó Manuel, con los ojos anegados—. Sabemos que nunca recuperaremos quién fue antes de la tragedia, pero si hay una remota posibilidad de evolución… —hizo una pausa para tragar saliva —. Haremos lo que sea.

Su cuerpo, rígido y exhausto, albergaba un alma atrapada entre el frío y el cruel recuerdo de una época de eterna primavera. Las palmas de sus agrietadas manos miraban al cielo, suplicando clemencia. Las pocas ocasiones en que la gente le observaba eran por compasión y casi por obligación. No lo soportaba, y agradecía no poder siquiera mover la cabeza, porque en esa postura sus ojos recibían el consuelo de los árboles, las montañas y el libre vuelo de los pájaros.

Durante el verano, el sonido del agua de la fuente que alguna vez bañaba su rostro, lo llevaba lejos de aquel lugar. Soñaba que su cuerpo inerte cobraba vida y corría, corría lejos siguiendo el rastro invisible de alguna mariposa entre las flores e incluso sentir el gozo de la inmortalidad.

—Señor Uribe, su hermano era una persona de fuerte complexión y muy sano debido a su juventud y a su condición atlética, sin embargo, el accidente le provocó unas heridas internas prácticamente irreversibles.

—Doctor, vaya al grano—. El rostro de Manuel se endureció.

—Como les dije, no podemos emitir un diagnóstico definitivo, pero por el momento creemos que, para evitar más daños cerebrales, lo mejor es inducir a su hermano a un coma profundo.

Isabel se tapó los ojos con las manos. Manuel la abrazó, lloraron juntos.

Avanzaba la tarde, las nubes aterciopeladas dieron paso a una ligera llovizna. Cada gota era un elixir  de vida, quizá todavía habría esperanza para él en aquel lugar rodeado de tristeza y dolor.

La pequeña María Belén se arrodilló ante él, las primeras lágrimas rodaron por sus mejillas:

—Angelito bello, cuida de mi tío y haz que algún día despierte, por favor.

Isabel se acercó y tomó a su hija de la mano.

—Vamos, hija… Llueve. Tenemos que despedirnos ya de tu tío.

Y allí permaneció, inmóvil, consciente de que era solo una estatua de piedra buscando a Dios en aquel jardín. Y por primera vez, sintió que más allá de aquel ambiente espeso bañado de soledad, rodeado de prisas y voces amargas, él representaba la esperanza y el amor de aquel lugar, bajo aquella lluvia.

 

© Nur C. Mallart

Para Salto al Reverso

Descalza

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Cuando sobra la piel,

no hay caricia que se ajuste a un alma rota.

Atada por el yugo entre mis pies

lloraban mis sueños, para morir después.

Donde ayer se apagaron las estrellas,

hoy me bordan las flores de tus labios.

Vuelo ligera, como nube arropada por el viento,

entre tus brazos.

Camino descalza,

me enredo entre tu pelo alborotado.

Me visto de ti,  y en el ritmo agitado de tu piel,

bailo…

© Nur C. Mallart