La ventana

Imagen: Hanna Tims

Alguna vez escuché que el corazón no se cura cerrándolo sino al contrario, abriéndolo, aunque sea despacito, como una ventana a través de la cual permites que entre una brisa fresca, esa sensación de que el día (o la vida) trae una nueva oportunidad. Siempre tuve dudas sobre esta creencia, cuando te rompen el corazón lo que en ese momento necesitas es defenderlo, impidiendo que nada ni nadie intente desgarrarlo de nuevo… Con el tiempo aprendí que, en verdad, cerrarlo provocaba más dolor y amargura, cedía el poder al otro… Y, lógicamente, cuando no abres no permites que entre nada nuevo.

El miedo a menudo nos acorrala como un gato a un ratón. Nos aterrorizamos, perdemos fuerza, propósito y confianza… Nos entregamos totalmente a ese aparente caos del momento y no vemos nada más allá de lo que el temor nos muestra: una posible amenaza que, a menudo, ni siquiera es real.

En estos días se ha cruzado una de esas personitas que son, precisamente, como esa bocanada de aire fresco, capaz de reiniciarte desde su primer «Hola, querida Nur, ¿cómo has estado?».

Son personas ‘aire’, quizá no las ves, sin embargo, percibes su frescura, esa energía limpia y vivificante que te envuelve, regresándote a lo más profundo de tu ser, al amor que eres. También son personas ‘aroma’, pues su alma se expresa como una flor abierta, expandiendo su dulce fragancia sin discriminar a nadie, y en silencio. Son, además, personas bellas, como un paisaje idílico que se presenta ante ti, conectándote con lo simple y lo extraordinrio de tu propia existencia, son ese lugar cercano, al que siempre desearás regresar.

Son personas ‘milagro’, crecen a través de las dificultades y generan constante oportunidad y aprendizaje en tu propia vida… Porque, como tú y como yo, atravesaron su propia noche oscura del alma y eso nunca las derrumbó, al contrario, las motivó a seguir hacia adelante, en busca de la luz que hasta ese momento no se habían permitido descubrir dentro de ellas mismas. Hoy su propio brillo también ilumina al mundo.

Si reconoces a alguna de estas personas en tu vida, abre muy bien tus sentidos y abrázalas fuerte… No para retenerlas, el alma es libre, sino para respirarlas como quien se acerca al mar, con la esperanza de sentir paz y alivio, y para entregarles de vuelta tu calor y tu gratitud. No te pertenecen, llegaron a tu vida para recordarte una vez más que el día menos pensado puede ser hoy, que tu existencia no pasa desapercibida, que ese amor que algún día alguien no valoró regresará a ti en formas inesperadas… Y lo más importante: que cuando se cierra una puerta es momento de prepararse para abrir de par en par una ventana grande, ancha, sin rejas y absolutamente iluminada.

© Nur C. Mallart

Escribir a mano: El Arte de escribir la vida

¿Eres de los que se organiza la nueva vida con una lista de cosas escritas a mano o prefieres darle a la tecla? Porque después de leer este post, quizá este mes te animes a hacerte de un bolígrafo y una libreta.

Si bien es cierto que las nuevas tecnologías han etiquetado el arte de escribir a mano como algo obsoleto, pues nada más lejos de la realidad: ESCRIBIR A MANO no solo no pasa de moda sino que es algo que debes incorporar a tu vida diaria. ¿Por qué? Pues, ¿por qué no?, diría yo.

Dice la sabiduría oriental que las manos son la extensión del corazón, así que aparte de abrirlas para dar y recibir, en este caso puedes usarlas para escribir sobre todo aquello que internamente necesitas contar(TE). Al fin y al cabo somos narradores de historias, ¡anda que no nos gusta explicar(NOS) guiones a la altura de las pelis Hollywood!

Mucho habrás leído o escuchado sobre los beneficios de la Escritura Terapéutica o escritura libre, que es una herramienta poderosa a través de la cual puedes sanar y sumergirte en sentimientos y emociones profundas y/o dolorosas. Cuando el alma calla, el cuerpo arde, duele…

Está demostrado que escribir de manera espontánea mejora tu salud y por lo tanto tu calidad de vida y, lo más importante, alimenta esa inagotable fuente creativa que llevas dentro.

Decía Virginia Woolf : “La verdad que escribir constituye el placer más profundo, que te lean es solo un placer superficial.» ¡Si lo afirmaba la Woolf! Ya ves, entonces disfruta escribiendo y descubre, además, todo lo que te regalas cuando lo haces a mano:

  1. Te ayuda a ser mejor escritor(a)

Imagen: Hannah Olinger

Puedes pensar más, desarrollar ideas, tachar, modificar, borrar de una forma más consciente y no tan automática de cómo lo harías a través del teclado.

2. Mejora el aprendizaje y la memoria

Imagen: Brett Jordan

Tomando notas puedes recordar y memorizar mejor y se procesa de manera más eficaz la información. ¡La prisa nunca es buena consejera!

  • Aumenta tu creatividad (Que sí, ¡eres un ser creativo! Créetelo)

Imagen: Dragos Gontariu

Generas nuevas ideas. Escribir es un acto de descubrimiento de ese potencial creativo que tienes y que, de repente, se libera.  

4. Ayuda a la ortografía (No, no te preocupes, ¡no hablaremos de reglas gramaticales!)

Redactar bien puede ser una condena cuando eres demasiado perfeccionista (o todo lo contrario), pero si cometes errores tienes la oportunidad de aprender y mejorar, así que ¡éxito asegurado!

5. Estimula las capacidades cognitivas del cerebro (Ese amiguito a veces tan incómodo)

Escribir es recordar la forma de cada letra, lo cual requiere un tipo de respuesta distinta del cerebro. Cuando escribes se reduce la velocidad de las funciones del cerebro, y éste activa un sistema de revisión y reorganización de pensamientos.

6. Tu forma de escribir dice mucho de ti (¡Ah! ¿Sabías que tu letra es tan cambiante como tus emociones?)

Cuando conoces tu letra pones a tu disposición otra herramienta de autoconocimiento. La grafología, por ejemplo, desvela características generales de tu carácter a través de la forma y los rasgos de tu escritura.

¿Y tú? ¿Qué crees que es más poderoso, el lápiz o el teclado? Comparte tu opinión con nosotras en el apartado de comentarios de este blog o bien en nuestras redes sociales.

-Texto de: @nuriacmallart.  Escritora creativa, coach literaria y docente

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El último tren (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

Imagen: Donny Jiang

Desde la muerte de Tarek había decidido tomarme la vida con más calma. Había experimentado la muerte en algunas ocasiones, dos de ellas fueron muy cercanas y a temprana edad, pero la partida de Tarek fue un hecho que me impactó hasta el punto de hacer un cambio radical en mi vida.
Dejé de fumar de la noche a la mañana, despedí a mi trabajo, me apunté a un gimnasio y vendí el coche para desplazarme en transporte público. Nunca creí que la muerte pudiera convertirse en un empujón hacia un cambio de hábitos y de rutina.

Tarek tenía 29 años cuando una fatídica mañana de este abril decidió emprender su último viaje. Nadie supo por qué, se llevó ese motivo a la tumba y ahora que lo pienso, qué importa. Se fue discreto y fugaz…
Nos habíamos conocido en una actividad literaria hacía apenas dos años y seguíamos compartiéndola. Con él había conocido, sin tocarla, la arena, la cultura y la escritura árabe.
Aquella mañana bajé las escaleras del metro con un ritmo inusual. Normalmente me fijaba en la frecuencia de paso del convoy para alcanzarlo, sin embargo, en esa ocasión me dejé llevar por una especie de inercia que me decía: «Tranquila, para qué corres, nadie te espera. Tarek no estará hoy en la clase, te tomarás el café sola en el bar de siempre, quizá coincidas con algún compañero de curso y mantengas una conversación trivial. O quién sabe, quizá inicies una nueva amistad, si es así, tómalo con calma, y al café también.»
Reí para mis adentros, era como escuchar a Tarek en uno de sus habituales discursos sobre el sentido trascendente de la vida, era un poeta. Quizá sí había que trascender en nuestra existencia, pero había algo claro y simple en mi manera de ver las cosas ese día, él ya no estaba y sus discursos hoy ya no me servían de nada.

Llegué al andén de la línea 5, allí acostumbra a haber poca gente a media mañana. Hasta lo agradecí. Seguía inmersa en mi nube mental y física y, de repente, un silbido me sacó de mi letargo. Acababa de llegar un tren, luego otro y hasta pasaron dos más. Un adolescente miraba entusiasmado la pantalla horaria, estaba ansioso y feliz por llegar a su destino. Me fastidió esa imagen y pasé a un estado de incómoda aceptación.

No sabía el tiempo que estaría sentada ahí, esperando quien sabe qué y pensé que no sabemos el tiempo que nos tocará estar todavía aquí. A veces lo decidimos nosotros, como Tarek, otras nos llega por sorpresa. Me senté y observé a la gente a mi alrededor. Unos pocos se mostraban inquietos paseando de arriba abajo del andén, otros, con excesiva calma, esperaban leyendo o mandando mensajes por el móvil. Yo me mantuve en un momento de reflexión, quizá hasta decidiera dar marcha atrás y faltar a mi curso. De repente vi la luz en el túnel, se acercaba el quinto tren. La gente acumulada avanzó lo más cerca de la línea de espera para abordar rápido. Yo seguía sentada, sin la más mínima intención de reaccionar.
Cuando llegó el tren todavía me quedé observando un poco más a la pequeña multitud repartida en el andén. Sonó un fuerte pitido, se anunciaba el cierre de puertas. Salté del asiento y me precipité a la puerta. Alguien me estiró del brazo evitando así que me quedará atrapada.
— ¡Gracias! — alcancé a decir.
— Oye… ¿Estás bien? —. Me topé con una preciosa mirada, y además conocida. Era Marcos, compañero de curso. Un desconocido para mí hasta ese instante en que, sin saberlo, permitió que el cierre de puertas me abriera a una nueva oportunidad en mi día.

© Nur C. Mallart

Inspirando Letras y Vidas para Editorial Salto al Reverso

© Nur C. Mallart

Inspirando Letras y Vidas para Editorial Salto al Reverso

Cinco letras

Imagen: Jayson Hinrichsen

Mientras buscaba mi equilibrio asida al pasamano del autobús, leía el enunciado del crucigrama que un muchacho resolvía junto a mí: Sola en su especie.  

Pensé en mi vida y en el caos que se había desencadenado últimamente. Mi madre, en un afán delirante de superar su crisis existencial, decidió tomarse un respiro largándose a la India con su profesor de yoga; mi padre se convirtió al cristianismo para salvarla del fuego eterno del infierno; y David, mi relación más larga, se esfumó de mis sábanas para devorar distancias.

Antes de bajar a mi estación alcancé a susurrarle al oído: «Única».

Me sonrió divertido.

Al final resultaría cierto aquello de que «al mal tiempo, buena cara».

© Nur C. Mallart

Hay días… (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

Imagen: I.am_hah

Hay días en los que el alma pesa, la vida duele y los pies no avanzan.

Esos días en los que, queriendo, se corta el aire, se alarga la sombra, el
grito se ahoga.

Hay días en que se espera la noche como el desenfreno del mar
golpeando las rocas.

Días en los que te amo y no te tengo, madrugadas que hielan un deseo
sin cuerpo.

Hay días donde las nubes se ocultan, el sol es etéreo y la lluvia no moja.

Esos días llenos deshojando las horas contigo pero sin ti, a
destiempo…

Lánguidas, indomables, rotas.

Hay muchos de esos días, tantos como heridas.

 

© Nur C. Mallart

Inspirando Letras y Vidas para Editorial Salto al Reverso

Viaje al olvido (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

Imagen: Lucas Stackpoole

Paseo por la ciudad gótica y siento que nada ni nadie me pertenecen. Bajo un mismo cielo se ocultan las tristezas y desasosiegos de los que pasan por mi lado, y yo prefiero no tocarlos, decido no ser, no verme. Me enseñaron una vez, aunque recuerdo más, que el olvido es la respuesta para todo aquello que pueda resultarme incómodo o doloroso. Incluso es mejor que la mala memoria, porque no queriendo recordar, mi mundo se transforma en un crisol de posibilidades remotas y verdades inciertas pero mías, ajenas a todo lo que alguien pueda enseñarme a la fuerza.

Olvido por un instante que algún día moriré para siempre, es mejor así, y me permito ignorar una mirada o evitar la sonrisa de alguien que quizá necesite la mía. No importa, en esta ciudad cada quién camina solo y a menudo, quien va acompañado no siente la presencia del otro. Prefiere volar su imaginación con los ojos fijos en las vallas publicitarias deseando ser quien no es, o ir donde nunca soñó. Yo sigo el rumbo de mis pasos silenciosos, temo que alguien me descubra y desee seguirme. No tengo nada para darle, estoy vacío pero no dejé lugar para llenarme.

A través de los auriculares escucho una y otra vez mi canción favorita, una de Sabina. Meneo mi cabeza al ritmo de la música sentado junto a alguien que parece dormido o se lo hace, mejor así. Agradezco la ventana para distraerme y conectar solo con las nubes, el asfalto me inquieta, me muestra que todas las pisadas se parecen, y que la calle nos obliga a caminar del mismo lado aunque a distintos ritmos. No puedo mirar abajo, yo no soy como los demás, no comparto sus fracasos ni sus logros, nunca desearía esas metas.

Hoy se me olvidó dar las gracias por algo que no recuerdo, y al salir a trabajar un mensaje de texto me reclamó que parecía que ya no la amaba.  Ahora que lo pienso hace tiempo que no le digo «Te quiero», aunque bueno, sigo con ella a pesar de algunos problemas, y ayer me senté  a su lado en el sofá, la abracé un rato porque parecía triste, eso debería bastarle.

Bajo una estación antes, necesito aire. Lo primero que respiro es el olor de los puestitos de la calle. Ese festín polvoriento me quita el hambre. Conozco de lejos a la familia que regenta ese pequeño negocio, pero olvidé sus nombres. Quizá alguna vez me ofrecieron un bocado, no recuerdo. Evito mirar y me ahorro un saludo. Además, me deprime la fila de gente estresada que se amontona a pedir su orden, invaden la calzada y entorpecen mi paso. Me abro paso a empujones y a algún que otro pisotón. A quién le importa, se me olvidó si pedí permiso o perdón.

La música en mis oídos me transporta a un mejor lugar, a mi propio mundo de ficción y de felicidad desconectada. En la entrada al edificio está el mismo indigente de todos los días. Ya no me mira, sabe que nunca traigo monedas o que invento una conversación imaginaria por el móvil para parecer ocupado. Pronto lloverá, no sé qué haga ese infeliz para no mojarse, pero yo desde luego no me quedaré para saberlo.

Subo las escaleras que llevan a mi casa, escucho las risas de mi hijo. Relajo mi cara maquillada de ilusión y abro la puerta.

—¡Hola papá! ¿Trajiste pizza? ¡Es viernes!

Su viernes especial, el viernes de pizza, dulces y película.

—¿Y los dulces? ¡Ay, papá! Se te olvidó… La decepción en la cara de mi hijo me recuerda quién soy y lo que hago. Pero no pasa nada, él tendrá que superarlo y a mí en unos segundos se me olvida, o quizá no.

© Nur C. Mallart

Colaboración para Salto al Reverso

Los amantes

Con sus brazos menudos ella rodeó el cuello de su acompañante para decirle al oído un secreto. Él solo sonrió como un amante cómplice.

Se subieron al Metro en la estación Centro Médico y de inmediato hicieron suyo un rincón del vagón de la Línea 3.

Ella traía puesto un vestido entallado, con estampado de piel de leopardo, que hacía que se le notara algo de pancita. Unas medias negras transparentes cubrían sus piernas. Su melena era corta, pero se veía alborotada y le cubría parte de su tez morena, pero no su sonrisa. Se veía a todas luces que era mayor que él.

Él rodeó su cintura con sus largos brazos. Era más alto que ella por medio metro. Los años vividos se habían quedado para siempre en su rostro, el de un hombre que no podía ocultar que había sido galán y seductor. Vestía una gabardina tres cuartos color beige, pantalón negro y botas vaqueras picudas color café.

Elena los descubrió desde que se subieron al Metro y los siguió con la mirada durante el trayecto, como toda una voyeur.

La mujer tenía que pararse de puntitas para rodear con sus brazos el cuello de su pareja. A Elena le recordaba el sex symbol de los ochenta, Mickey Rourke, solo que ella no era la Kim Basinger de la película Nueve semanas y media.

El escarceo, el intercambio de miradas, caricias y secretos al oído continuó durante todas las estaciones que siguieron a la de Centro Médico: Etiopía, Eugenia y División del Norte. Las puertas de vidrio del vagón del Metro se abrían y se cerraban, gente subía y bajaba, y ellos permanecían atrapados en el deseo y la seducción.

Nada los perturbaba, daba envidia su libertad.

En la estación División del Norte, Elena se levantó de su lugar y, disimuladamente, se acercó al rincón de los enamorados. Quería escuchar lo que se decían en voz baja, deseaba robarles sus secretos de amor antes de que las puertas del vagón se abrieran para obligarla a bajarse en la estación Zapata, la más cercana a su casa.

Entonces, se preguntó quiénes eran, dónde se habían conocido; ¿en la colonia Tabacalera?, ¿en la cantina La Mascota?, ¿en una parada de autobús?, ¿a dónde iban?

Elena nunca lo sabría, ni tampoco si venían de hacer el amor o si iban como solitarios fugitivos y adúlteros asustados al encuentro con esa deliciosa demencia voluntaria a la que se entregan unicornios, pegasos y dragones.

En su imaginación, Elena tejió una historia:

Ella había dejado de ser una mujer sumisa, condenada a esperar la llegada de su príncipe azul, y decidió exhibir su pasión con un hombre más joven. Había hecho suya la frase: «Si quieres algo, sal a buscarlo».

Él era un cínico seductor que se asumía como objeto de deseo. Vivía sin miedo al qué dirán sobre su relación amorosa con una mujer mayor. En sus relaciones furtivas con las mujeres maduras siempre se preguntaba: «¿Qué quiero yo?».

Cuando Elena llegó a la estación Zapata, antes de salir del Metro, atrapó a los amantes de estilo cautivador, imagen provocativa, sensualidad y seguridad en sí mismos, y sin que ellos lo supieran se llevó consigo su historia para escribirla en su cuaderno rojo.

—¿Sabías que puedes hipnotizar con el sonido de un reloj? Cada día a las doce mira el reloj y piensa en mí acariciándote.

—Sí

—¿Lo harías por mí?

—Sí.

Nueva colaboración de Carmen Lloréns Fabregat para Inspirando Letras y Vidas

La mujer de la falda de manta

A las ocho de la mañana y siete minutos ahí estaba esa mujer. Podría llamarse Juana, Micaela o Lupe. ¿Quién podía saberlo? Parecía una persona de cincuenta años; quizás era más joven, pero seguramente el sol había curtido la piel morena de su rostro haciéndola parecer más vieja.

Traía puesta una falda de manta de color blanco que le llegaba a los tobillos, y encima, una blusa larga sin mangas del mismo color. Sobre sus hombros, un rebozo de algodón, en color negro con gris, cruzado de lado, donde parecía buscar o guardar algo, como si se tratara de un monedero. Iba peinada con una larga trenza que le llegaba a la cintura.

Su expresión era la de una mujer «nerviosa», o, dicho en su lengua originaria, quizás náhuatl, yolcuecuechca, alguien a quien «le tiembla el corazón».

Elena miró con gran atención sus pies sin zapatos: parecía que no le importaba pisar el suelo sucio del andén del Metro. Cuando caminaba hacia la zona de los vagones exclusivos para mujeres y volteó para verla de nuevo, la mujer ya no estaba; había desaparecido.

¿Acaso habría sido una emisaria de nuestros ancestros aztecas, una sacerdotisa o, quizás, una esclava que había escapado de su fatal destino?

Seguramente cuando llegó al Metro, para su gran sorpresa ya no encontró la hermosa ciudad de México-Tenochtitlan, construida en medio de un lago, con sus amplias calzadas, un sinnúmero de canoas y sus adoratorios a manera de torres y pirámides. Con su mirada parecía decirlo todo: «Esto que veo no me gusta».

Y probablemente se preguntaba: «¿Dónde está toda la gente? ¿Por qué traen cubiertos los pies con zapatos que les aprietan, en lugar de andar descalzos y sentir la tierra húmeda que nos alimenta?».

Todo fue tan rápido que Elena se quedó con la sensación de que, durante la mañana de ese día, una deidad mexica la había visitado por unos instantes. ¿Acaso era Cihuacóatl, la diosa mexica mitad mujer, mitad serpiente? Tenía la certeza de que jamás volvería a ver a aquella mujer misteriosa de la falda de manta, el rebozo «de bolita» y los pies descalzos.

Al día siguiente, cuando Elena entró al vagón del Metro sintió una gran paz e imaginó que en lugar de ir como siempre a su «chamba» viajaría rumbo al reino del Lugar de las Garzas, Aztlán, para buscar a la mujer de la falda de manta blanca y juntas emprender el camino hacia la gran Tenochtitlán.

Y de que vimos cosas tan admirables, no sabíamos qué nos decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas y en la calzada muchos puentes de trecho en trecho, y por delante estaba la gran Ciudad de México.

Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la

Conquista de la Nueva España.

Colaboración de Carmen Lloréns para Inspirando Letras y Vidas

Descalza (nueva colaboración para Salto al Reverso)

Imagen: Ava Sol

Cuando sobra la piel,

no hay caricia que se ajuste a un alma rota.

Atada por el yugo entre mis pies

lloraban mis sueños, para morir después.

Donde ayer se apagaron las estrellas,

hoy me bordan las flores de tus labios.

Vuelo ligera, como nube arropada por el viento,

entre tus brazos.

Camino descalza, siguiendo el ritmo agitado de tu cuerpo.

Me visto de ti, enredada entre tu pelo alborotado.

Sacio tu sed, habitando el espacio sagrado donde bailo…

© Nur C. Mallart

Colaboración para Salto al Reverso

El hombre de las dos eles

Imagen: Anne Nygard

Es junio 19 de 2016, domingo, Día del Padre.

La última vez que Elena lo vio era domingo y platicaba con él en la calle de Golf esquina con Atletas, en la colonia Country Club. Ese día, Elena había ido a comer con su marido y su pequeña hija, se ponía el sol y su padre estaba recargado en el poste de cemento color rosa con el nombre de las dos calles, mirando al horizonte. Cuando se acercó a él no recuerda si lo tomó por la cintura, pero sí una frase: «Un día más, un día menos».

Para el martes, Elena ya no tenía papá. Su padre, Manuel, no resistió un aneurisma fulminante en la aorta, a pesar de su previo checkup y de la atención que recibió del prestigiado doctor Handam.

Muchos años después, Elena se bajó del Metro en la estación Zapata y decidió caminar hasta su casa en la colonia Del Valle. Era domingo, Día del Padre, y pensó que caminar le ayudaría a olvidar esa fecha, pero era difícil porque días antes le había llegado a su casa propaganda sobre los diferentes «tipos de papás»: que si el papá cool, que si el papá deportista, que si el papá ejecutivo. Para todos había grandes ofertas y regalos: corbatas, tenis, lentes para el sol, lociones y mucho más.

Ese día, muy temprano, encendió una veladora que colocó sobre el trinchador del comedor, junto a la foto de su padre. Ahí lo acompañan para siempre una imagen de su esposa Mari Carmen y otra de sus suegros, Laura y Ramón, varios rosarios y unas flores. San Pedro lo llamó en la plenitud de su vida: apenas tenía cincuenta y dos años.

Recuerda que cuando su padre murió, en la iglesia se escuchaba el taconeo de sus zapatos sobre el piso, pues Elena movía los pies para sosegar su alma. Desde ese día no cree en Dios ni en los santos, y en más de veinte años no ha regresado al panteón donde él duerme al lado de sus padres, Luis y Sara.

Por eso, ese día Elena salió de la estación del Metro Zapata y caminó hacia Liverpool de Félix Cuevas. Iba huyendo de la nostalgia. Casi al llegar a la puerta principal del almacén, en la esquina de las calles de Oso y Parroquia, se quedó sentada por un instante en una banca; desde ahí le pareció ver algo tirado en el suelo: pensó que era una bolsa de basura. Conforme se acercó al logotipo de Liverpool, grabado en el pavimento, se dio cuenta de que lo que había en el suelo era un hombre.

Estaba acostado boca abajo, con el torso desnudo y un pantalón que había sido blanco y ahora lucía gris. Yacía en el pavimento con los brazos morenos extendidos; parecía un Cristo recién caído de la cruz de madera. Su cuerpo inerme tapaba las dos eles del logotipo de la tienda departamental.

La gente que estaba sentada en las bancas esperaba que dieran las once de la mañana para entrar a Liverpool y comprar los regalos para papá. Algunos veían al hombre y se volteaban sin hacer absolutamente nada por él.

Conforme Elena se acercó, descubrió que había agua bajo su cuerpo y que escurría por las dos eles del logotipo de Liverpool. Fue entonces que se dio cuenta de que dormía caliente, cobijado por sus propios orines. Parecía un hombre perdido en los sueños de su embriaguez.

De repente, un policía uniformado se acercó al hombre de la calle para decirle que se quitara del logotipo. El hombre se despertó súbitamente y se levantó haciendo una caravana al policía, como si fuera un antiguo poblador de San Lorenzo Xochimanca, hoy colonia Del Valle.

Elena pudo observar su cuerpo delgado y su piel color bronce. Apenas y alcanzó a mirarle el rostro. Sus dientes eran blancos, sus cabellos se veían quemados por restos de sol y sus pantalones sucios rozaban la raya de sus nalgas.

Con paso veloz y gallardía el hombre huyó corriendo y, en segundos, se perdió entre las calles. En ese momento, Elena alcanzó a escuchar la voz del policía que decía por su radio:

—Aquí trescientos cincuenta y dos. ¿Me escuchas? Siete corriendo a la calle.

Eran las once en punto y las puertas de Liverpool se abrieron; porque «es parte de tu vida» y los regalos del Día del Padre esperaban a los ansiosos compradores.

Elena se preguntó a dónde se había ido el hombre de las dos eles, quién era su padre, si lo había abandonado, o él era padre y se abandonó a sí mismo. Ni siquiera supo cuál era su nombre; para ella, siempre sería «el hombre de las dos eles», y pensó: «¿Qué será de él? Nunca lo volveré a ver».

Quería encontrarlo para decirle: «Disculpe usted, no le pedí permiso y mientras dormía le di tres o cuatro clics a la cámara de mi celular para captar su imagen. Perdóneme señor de las dos eles, yo nunca quise robarle su alma, pero usted quedó atrapado en mi corazón y siempre lo recordaré donde quiera que esté».

En 1962 se inaugura Liverpool Insurgentes… Los espacios que forman las líneas de su logotipo aluden a los departamentos de una tienda, como laberintos simétricos y ordenados. El naranja combina la energía del rojo con la felicidad del amarillo. Se le asocia a la alegría, el sol brillante y el trópico. Representa entusiasmo, la felicidad, la atracción, la creatividad, la determinación, el éxito, el ánimo y el estímulo. El dicho popular: «lo ves todo de color rosa» refleja fielmente su significado: ingenuidad, bondad, ternura, buen sentimiento y ausencia de todo mal.

Colaboración de Carmen Lloréns Fabregat para Inspirando Letras y Vidas