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El hombre de las dos eles

Imagen: Anne Nygard

Es junio 19 de 2016, domingo, Día del Padre.

La última vez que Elena lo vio era domingo y platicaba con él en la calle de Golf esquina con Atletas, en la colonia Country Club. Ese día, Elena había ido a comer con su marido y su pequeña hija, se ponía el sol y su padre estaba recargado en el poste de cemento color rosa con el nombre de las dos calles, mirando al horizonte. Cuando se acercó a él no recuerda si lo tomó por la cintura, pero sí una frase: «Un día más, un día menos».

Para el martes, Elena ya no tenía papá. Su padre, Manuel, no resistió un aneurisma fulminante en la aorta, a pesar de su previo checkup y de la atención que recibió del prestigiado doctor Handam.

Muchos años después, Elena se bajó del Metro en la estación Zapata y decidió caminar hasta su casa en la colonia Del Valle. Era domingo, Día del Padre, y pensó que caminar le ayudaría a olvidar esa fecha, pero era difícil porque días antes le había llegado a su casa propaganda sobre los diferentes «tipos de papás»: que si el papá cool, que si el papá deportista, que si el papá ejecutivo. Para todos había grandes ofertas y regalos: corbatas, tenis, lentes para el sol, lociones y mucho más.

Ese día, muy temprano, encendió una veladora que colocó sobre el trinchador del comedor, junto a la foto de su padre. Ahí lo acompañan para siempre una imagen de su esposa Mari Carmen y otra de sus suegros, Laura y Ramón, varios rosarios y unas flores. San Pedro lo llamó en la plenitud de su vida: apenas tenía cincuenta y dos años.

Recuerda que cuando su padre murió, en la iglesia se escuchaba el taconeo de sus zapatos sobre el piso, pues Elena movía los pies para sosegar su alma. Desde ese día no cree en Dios ni en los santos, y en más de veinte años no ha regresado al panteón donde él duerme al lado de sus padres, Luis y Sara.

Por eso, ese día Elena salió de la estación del Metro Zapata y caminó hacia Liverpool de Félix Cuevas. Iba huyendo de la nostalgia. Casi al llegar a la puerta principal del almacén, en la esquina de las calles de Oso y Parroquia, se quedó sentada por un instante en una banca; desde ahí le pareció ver algo tirado en el suelo: pensó que era una bolsa de basura. Conforme se acercó al logotipo de Liverpool, grabado en el pavimento, se dio cuenta de que lo que había en el suelo era un hombre.

Estaba acostado boca abajo, con el torso desnudo y un pantalón que había sido blanco y ahora lucía gris. Yacía en el pavimento con los brazos morenos extendidos; parecía un Cristo recién caído de la cruz de madera. Su cuerpo inerme tapaba las dos eles del logotipo de la tienda departamental.

La gente que estaba sentada en las bancas esperaba que dieran las once de la mañana para entrar a Liverpool y comprar los regalos para papá. Algunos veían al hombre y se volteaban sin hacer absolutamente nada por él.

Conforme Elena se acercó, descubrió que había agua bajo su cuerpo y que escurría por las dos eles del logotipo de Liverpool. Fue entonces que se dio cuenta de que dormía caliente, cobijado por sus propios orines. Parecía un hombre perdido en los sueños de su embriaguez.

De repente, un policía uniformado se acercó al hombre de la calle para decirle que se quitara del logotipo. El hombre se despertó súbitamente y se levantó haciendo una caravana al policía, como si fuera un antiguo poblador de San Lorenzo Xochimanca, hoy colonia Del Valle.

Elena pudo observar su cuerpo delgado y su piel color bronce. Apenas y alcanzó a mirarle el rostro. Sus dientes eran blancos, sus cabellos se veían quemados por restos de sol y sus pantalones sucios rozaban la raya de sus nalgas.

Con paso veloz y gallardía el hombre huyó corriendo y, en segundos, se perdió entre las calles. En ese momento, Elena alcanzó a escuchar la voz del policía que decía por su radio:

—Aquí trescientos cincuenta y dos. ¿Me escuchas? Siete corriendo a la calle.

Eran las once en punto y las puertas de Liverpool se abrieron; porque «es parte de tu vida» y los regalos del Día del Padre esperaban a los ansiosos compradores.

Elena se preguntó a dónde se había ido el hombre de las dos eles, quién era su padre, si lo había abandonado, o él era padre y se abandonó a sí mismo. Ni siquiera supo cuál era su nombre; para ella, siempre sería «el hombre de las dos eles», y pensó: «¿Qué será de él? Nunca lo volveré a ver».

Quería encontrarlo para decirle: «Disculpe usted, no le pedí permiso y mientras dormía le di tres o cuatro clics a la cámara de mi celular para captar su imagen. Perdóneme señor de las dos eles, yo nunca quise robarle su alma, pero usted quedó atrapado en mi corazón y siempre lo recordaré donde quiera que esté».

En 1962 se inaugura Liverpool Insurgentes… Los espacios que forman las líneas de su logotipo aluden a los departamentos de una tienda, como laberintos simétricos y ordenados. El naranja combina la energía del rojo con la felicidad del amarillo. Se le asocia a la alegría, el sol brillante y el trópico. Representa entusiasmo, la felicidad, la atracción, la creatividad, la determinación, el éxito, el ánimo y el estímulo. El dicho popular: «lo ves todo de color rosa» refleja fielmente su significado: ingenuidad, bondad, ternura, buen sentimiento y ausencia de todo mal.

Colaboración de Carmen Lloréns Fabregat para Inspirando Letras y Vidas

Volar

Últimamente tenía la sensación de habitar un cuerpo que no le pertenecía. Era como si en algún lugar de otra galaxia, alguien estuviera viviendo la vida que siempre hubo deseado.

Llevaba meses sintiendo que algo en su vida no iba bien. Los libros de autoayuda, las clases de Yoga o las conversaciones con amigas no acababan de brindarle el amor que ella misma sabía que tenía que inyectarse.

Quería a su esposo, pero el amor ya no era suficiente. Más que tratarse de sentimientos y cosas invisibles a los ojos, lo que quería era ESPACIO. Ni siquiera tiempo, ESPACIO. Aquel rincón dentro o fuera de su alma donde, por un instante, pudiera sentirse en paz con ella y con su propio mundo. El que había imaginado desde pequeña, el que dibujaba en su mente una y otra vez.

Dormía mucho. Quería desaparecer más horas de lo habitual de este plano para continuar soñando, u olvidando… Daba lo mismo.

Al final del día siempre regresaba el mismo pensamiento: “Debo tratar de estar bien”. ¡Maldito esfuerzo! Anotaba todas las noches las cinco cosas por las que agradecer al final del día, creyendo, ingenuamente, que aquello la ayudaría a sentirse mejor y a conectar con la abundancia. Lo había leído en algún lugar, o quizá se lo había contado alguien… Pero, ¿por qué aquel simple ejercicio le costaba tanto esfuerzo? La desgastaba sobremanera. Se sentía mal al no poder escribir, o al escribir cada día las mismas cosas.

“Doy gracias por estar viva”.

Así debía empezar diariamente la lista. ¿Viva? Esa palabra ni siquiera resonaba en su interior al escribirla. Lloraba. Sentía que su corazón se agitaba, y luego el nudo en el estómago para, posteriormente, acabar con la garganta seca. Entonces lloraba. Con esa primera sentencia que debía anotar se iba repitiendo cada día el mismo ritual en su cuerpo… Como si fuera a morir por haber dejado tanto de vivir.

Cerró los ojos un instante y vio a una muchacha caminando con los ojos vendados por una tabla de madera colgada en el aire. Nada la sostenía, sin embargo, ella avanzaba con paso tranquilo pero firme. La tabla bailaba, parecía que en algún momento se fuera a inclinar provocándole una caída, pero ella no se inmutaba. Avanzaba ligera, con los brazos extendidos en cruz que movía arriba y abajo, con un suave aleteo. Esa imagen la regresó a algún momento de la infancia, donde nada la detenía. Creció feliz, en un ambiente amoroso y saludable, sin grandes comodidades, pero protegida, libre, esperanzada.

De entre las nubes, apareció la punta de un lápiz que la señalaba directamente. Entonces, ella se detuvo, lo respiró, sintió su presencia a pesar de no ver, y corrió para tocarlo. Lo consiguió.

Salió de ese estado meditativo algo sobresaltada. Aquella visión provocó una gran agitación en todo su cuerpo, en su alma. Sintió calor y luego frío… Asomó una pequeña sonrisa en sus labios y asintió. Por fin lo comprendió.

Quizá había estado queriendo controlar demasiado las cosas, quizá era tiempo de empezar a soltar para caminar más ligera y segura de sí misma, porque todo lo que necesitaba para sentirse viva, la habitaba completamente.

Debía regresar a aquel hogar de la infancia que la había cobijado y nutrido, a aquella niña que era capaz de enfrentar sus miedos porque se sabía protegida pasara lo que pasara. Debía recuperar aquel tiempo de cambios y retos donde la esperanza siempre caminaba junto a ella. No sabía qué, ni cómo ni cuándo… Pero CREÍA alcanzar lo que se propusiera independientemente de lo que sus ojos materiales vieran o no. Era una cuestión de tiempo, de entusiasmo, de FE.

Y en el ahora, porque no existía nada más, el dios Cronos la empujaba a reescribir su historia, a agarrar ese lápiz, a compartirse, a soñar bien despierta, a sentirse viva, agradecida. Por fin podría reiniciar esa lista con el lápiz mágico que flotaba en las nubes, que estuvo todo el tiempo ahí para ella, que pudo reconocer a ciegas porque se dejó guiar, porque no le importó si el suelo que pisaba temblaba… Movía sus brazos sabiendo que, aunque no era pájaro, eso no importaba, siempre podría volar, volar, volar… Siempre habría un sueño que alcanzar, o que escribir a mitad del camino o en medio de la nada.

© Nur C. Mallart

Cinco letras

Imagen: Pinterest

Imagen: Pinterest

Mientras buscaba mi equilibrio asida al pasamano del autobús, leía el enunciado del crucigrama que un muchacho resolvía junto a mí: Sola en su especie.  Pensé en mi vida y en el caos que se había desencadenado últimamente. Mi madre, en un afán delirante de superar su cáncer, decidió tomarse un respiro largándose a la India con su profesor de yoga; mi padre se hizo testigo de Jehová para salvarla del fuego del infierno; y David, mi relación más larga, se esfumó de mis sábanas para devorar distancias. Pude descifrar el acertijo: Única.

©Nuria Caparrós Mallart