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El último tren (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

Imagen: Donny Jiang

Desde la muerte de Tarek había decidido tomarme la vida con más calma. Había experimentado la muerte en algunas ocasiones, dos de ellas fueron muy cercanas y a temprana edad, pero la partida de Tarek fue un hecho que me impactó hasta el punto de hacer un cambio radical en mi vida.
Dejé de fumar de la noche a la mañana, despedí a mi trabajo, me apunté a un gimnasio y vendí el coche para desplazarme en transporte público. Nunca creí que la muerte pudiera convertirse en un empujón hacia un cambio de hábitos y de rutina.

Tarek tenía 29 años cuando una fatídica mañana de este abril decidió emprender su último viaje. Nadie supo por qué, se llevó ese motivo a la tumba y ahora que lo pienso, qué importa. Se fue discreto y fugaz…
Nos habíamos conocido en una actividad literaria hacía apenas dos años y seguíamos compartiéndola. Con él había conocido, sin tocarla, la arena, la cultura y la escritura árabe.
Aquella mañana bajé las escaleras del metro con un ritmo inusual. Normalmente me fijaba en la frecuencia de paso del convoy para alcanzarlo, sin embargo, en esa ocasión me dejé llevar por una especie de inercia que me decía: «Tranquila, para qué corres, nadie te espera. Tarek no estará hoy en la clase, te tomarás el café sola en el bar de siempre, quizá coincidas con algún compañero de curso y mantengas una conversación trivial. O quién sabe, quizá inicies una nueva amistad, si es así, tómalo con calma, y al café también.»
Reí para mis adentros, era como escuchar a Tarek en uno de sus habituales discursos sobre el sentido trascendente de la vida, era un poeta. Quizá sí había que trascender en nuestra existencia, pero había algo claro y simple en mi manera de ver las cosas ese día, él ya no estaba y sus discursos hoy ya no me servían de nada.

Llegué al andén de la línea 5, allí acostumbra a haber poca gente a media mañana. Hasta lo agradecí. Seguía inmersa en mi nube mental y física y, de repente, un silbido me sacó de mi letargo. Acababa de llegar un tren, luego otro y hasta pasaron dos más. Un adolescente miraba entusiasmado la pantalla horaria, estaba ansioso y feliz por llegar a su destino. Me fastidió esa imagen y pasé a un estado de incómoda aceptación.

No sabía el tiempo que estaría sentada ahí, esperando quien sabe qué y pensé que no sabemos el tiempo que nos tocará estar todavía aquí. A veces lo decidimos nosotros, como Tarek, otras nos llega por sorpresa. Me senté y observé a la gente a mi alrededor. Unos pocos se mostraban inquietos paseando de arriba abajo del andén, otros, con excesiva calma, esperaban leyendo o mandando mensajes por el móvil. Yo me mantuve en un momento de reflexión, quizá hasta decidiera dar marcha atrás y faltar a mi curso. De repente vi la luz en el túnel, se acercaba el quinto tren. La gente acumulada avanzó lo más cerca de la línea de espera para abordar rápido. Yo seguía sentada, sin la más mínima intención de reaccionar.
Cuando llegó el tren todavía me quedé observando un poco más a la pequeña multitud repartida en el andén. Sonó un fuerte pitido, se anunciaba el cierre de puertas. Salté del asiento y me precipité a la puerta. Alguien me estiró del brazo evitando así que me quedará atrapada.
— ¡Gracias! — alcancé a decir.
— Oye… ¿Estás bien? —. Me topé con una preciosa mirada, y además conocida. Era Marcos, compañero de curso. Un desconocido para mí hasta ese instante en que, sin saberlo, permitió que el cierre de puertas me abriera a una nueva oportunidad en mi día.

© Nur C. Mallart

Inspirando Letras y Vidas para Editorial Salto al Reverso

© Nur C. Mallart

Inspirando Letras y Vidas para Editorial Salto al Reverso

Los amantes

Con sus brazos menudos ella rodeó el cuello de su acompañante para decirle al oído un secreto. Él solo sonrió como un amante cómplice.

Se subieron al Metro en la estación Centro Médico y de inmediato hicieron suyo un rincón del vagón de la Línea 3.

Ella traía puesto un vestido entallado, con estampado de piel de leopardo, que hacía que se le notara algo de pancita. Unas medias negras transparentes cubrían sus piernas. Su melena era corta, pero se veía alborotada y le cubría parte de su tez morena, pero no su sonrisa. Se veía a todas luces que era mayor que él.

Él rodeó su cintura con sus largos brazos. Era más alto que ella por medio metro. Los años vividos se habían quedado para siempre en su rostro, el de un hombre que no podía ocultar que había sido galán y seductor. Vestía una gabardina tres cuartos color beige, pantalón negro y botas vaqueras picudas color café.

Elena los descubrió desde que se subieron al Metro y los siguió con la mirada durante el trayecto, como toda una voyeur.

La mujer tenía que pararse de puntitas para rodear con sus brazos el cuello de su pareja. A Elena le recordaba el sex symbol de los ochenta, Mickey Rourke, solo que ella no era la Kim Basinger de la película Nueve semanas y media.

El escarceo, el intercambio de miradas, caricias y secretos al oído continuó durante todas las estaciones que siguieron a la de Centro Médico: Etiopía, Eugenia y División del Norte. Las puertas de vidrio del vagón del Metro se abrían y se cerraban, gente subía y bajaba, y ellos permanecían atrapados en el deseo y la seducción.

Nada los perturbaba, daba envidia su libertad.

En la estación División del Norte, Elena se levantó de su lugar y, disimuladamente, se acercó al rincón de los enamorados. Quería escuchar lo que se decían en voz baja, deseaba robarles sus secretos de amor antes de que las puertas del vagón se abrieran para obligarla a bajarse en la estación Zapata, la más cercana a su casa.

Entonces, se preguntó quiénes eran, dónde se habían conocido; ¿en la colonia Tabacalera?, ¿en la cantina La Mascota?, ¿en una parada de autobús?, ¿a dónde iban?

Elena nunca lo sabría, ni tampoco si venían de hacer el amor o si iban como solitarios fugitivos y adúlteros asustados al encuentro con esa deliciosa demencia voluntaria a la que se entregan unicornios, pegasos y dragones.

En su imaginación, Elena tejió una historia:

Ella había dejado de ser una mujer sumisa, condenada a esperar la llegada de su príncipe azul, y decidió exhibir su pasión con un hombre más joven. Había hecho suya la frase: «Si quieres algo, sal a buscarlo».

Él era un cínico seductor que se asumía como objeto de deseo. Vivía sin miedo al qué dirán sobre su relación amorosa con una mujer mayor. En sus relaciones furtivas con las mujeres maduras siempre se preguntaba: «¿Qué quiero yo?».

Cuando Elena llegó a la estación Zapata, antes de salir del Metro, atrapó a los amantes de estilo cautivador, imagen provocativa, sensualidad y seguridad en sí mismos, y sin que ellos lo supieran se llevó consigo su historia para escribirla en su cuaderno rojo.

—¿Sabías que puedes hipnotizar con el sonido de un reloj? Cada día a las doce mira el reloj y piensa en mí acariciándote.

—Sí

—¿Lo harías por mí?

—Sí.

Nueva colaboración de Carmen Lloréns Fabregat para Inspirando Letras y Vidas