Un hogar en la esquina

Imagen: Dan Meyers

Allá por la zona Norte de la Ciudad de México, en la colonia Lindavista, alguna vez considerada el Beverly Hills mexicano, en un pedazo de banqueta un hombre ha encontrado su hogar.

Su morada no tiene una recámara ni tampoco un baño; cuenta solamente con tres paredes y menos de un metro de superficie para los días y las noches de su perra vida.

A diario, Elena lo ve por unos instantes en la calle Buenavista, desde el taxi que la lleva  a la estación “Deportivo 18 de marzo”, de la Línea 3 del Metro.

No tiene una vida privada ni intimidad. Vive un reality show, pero sin patrocinadores, comida, juegos, alberca o premios, porque todas las personas que caminan por su calle se asoman a su soledad sin pedirle permiso.

Los automóviles van tan rápido que sus ocupantes seguramente no saben de su existencia, ni tampoco las personas que circulan en bicicleta. Elena se imagina que los perros y gatos callejeros de vez en cuando lo visitan o duermen bajo su cobijo.

Con el cansancio de los años a cuestas se ve más viejo de lo que es. Está sucio, tiene  barba y el pelo enredado y crecido. Viste un viejo saco del que se asoma su torso desnudo. Sus pantalones se sostienen gracias a sus orines y al polvo, a falta de un cinturón. A la distancia, Elena alcanza a ver unos zapatos rotos que no logran proteger sus pies desnudos cubiertos con costras de mugre.

Un día, como a las seis de la tarde, está semi-acostado; el limitado espacio y su altura  no le permiten recostar más que la mitad de su cuerpo, de la cabeza a la cintura, y sus piernas son tan largas que no caben cuando las estira. Entonces, las sube a la pared frente a él, y da la impresión de que camina acostado buscando librarse de su pobreza.

De sofá, mesa, almohada o ropero, usa una colcha vieja y rota en donde guarda todos sus tesoros, algo así como su “menaje” de casa. A veces, cuando Elena va en el taxi sólo ve un  gran bulto cubierto con la desgastada colcha, y se  imagina que se ocultó debajo por la lluvia, el viento, el frío o porque simplemente  le dio la gana.

En otras ocasiones está de pie como si platicara con alguien de su pasado, antes de que llegara al fondo del abismo con las alucinaciones que ahora lo acompañan.

Elena también lo ha visto sentado, con la mirada perdida, sobre la colcha convertida en el sofá de su imaginaria sala, viendo cómo transcurren los últimos años de su vida. Otros días, en cambio, cuando se asoma por la ventana del taxi, lo ve en cuclillas, fumando una colilla de cigarro que seguramente recogió en la calle. Como su hogar no tiene puerta, es un hombre de la calle que, irónicamente, tiene todo al alcance de su mano.

Es un invasor de un pedazo de banqueta en la gran Ciudad de México. Tal parece que fuera la única salida que encontró para imponerse, con dignidad, a su destino. Hizo suya una esquina, sin ventanas, sin puertas, en donde todos lo miran y él mira a todos los que pasan cerca de su hogar.

Cada día que Elena pasa por la calle Buenavista, no puede dejar de pensar en encontrárselo. En una ocasión quiso atraparlo con su celular en una imagen, porque temía que el hombre del hogar en la esquina desapareciera o se esfumara. Pensó que si se moría, no tendría que dejar alguna herencia a nadie; se llevaría su bulto de cosas, incluido él mismo y se perdería en el olvido.

El ejército de hombres y mujeres que diariamente barren las calles de una ciudad que, en alguna época lejana, fue conocida como la “Ciudad de los Palacios”, no tienen tiempo de voltear a ver al ser humano que la habita.

Y quienes gobiernan la CDMX, la quinta más habitada en el mundo, sólo piensan en regalarle cobijas o en incluirlo en las frías estadísticas oficiales acerca de las personas en “situación de calle”.

Elena está segura de que al final de la jornada, cuando vaya en un taxi rumbo a la estación del Metro “Deportivo 18 de marzo”, volverá a ver por unos instantes al hombre del hogar en la esquina.

La derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce.

Jorge Luis Borges

Colaboración de Carmen Lloréns Fabregat para Inspirando Letras y Vidas

La Vie en Rouge (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

Bajo el destello de esta luz

que abraza el sueño de mi playa,

desnudo la mañana de cordura

y me visto de ti,

a una distancia demasiado calculada,

lejos de mí.

Entre ese espacio

en que me habita tu silencio

y un tiempo deshojado,

muero de ti.

Bajo este cielo carmesí

que a veces compartimos,

rasgo las horas

y trazo un plan soñado

entre tus ojos y los míos.

No me ves,

respiro entre tus labios

y acaricio ese momento

con el beso traicionado

 que soplo en el espejo.

No invoco tu presencia

para amarte,

me abraza la ilusión

de imaginarte hoy,

en la aurora que contemplo

y que cincela este pecado

 en un hueco de mi alma.

Y en el rojo que se escribe

en aquellos días de vino y rosas,

de calor y largas noches…

conjuro la orilla de este mar que se llevó tu nombre.

Mi eterna primavera

es hoy el recuerdo de tu voz,

y tu risa…

ese aire fresco que me falta.

Vivo sin ti en esta playa desierta

que transito,

y en este mar embravecido que ahoga

el grito de mi corazón,

sabes y sé…

que vivirás siempre conmigo.

© Nur C. Mallart

Colaboración para Salto al Reverso

«Palabra que arde» (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

Imagen: Patrick Hendry

Esa mirada que acecha

es deseo crepitante

sobre las brasas prendidas

de la palabra que arde.

Aquella que me desarma

y amenaza con matarme.

Aquella, la impronunciable,

por dolorosa y salvaje.

Me impulsa a perder la vida

por el riesgo de besarte.

Tu boca es un cruel ardid

que eriza mis consonantes.

Y el fuego de mi ceguera

enmaraña las vocales.

Hoy te escribe la ceniza

de mi alma prisionera.

Es amor, amor, amor...

El nombre de esta condena.

© Nur C. Mallart

Colaboración para Salto al Reverso

VIAJEROS (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

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Imagen: Slava Bowman

Callas. Existes solamente en la quietud de este universo silencioso. En ese tiempo donde vuelo, lejos del bullicio de una multitud sin brújula que atraviesa mi alma transparente tratando de llevarse tu color, tu risa, mi sueño.

Duermo. En ese espacio cincelado de locura siempre te encuentro, cerca o lejos, ayer, mañana o siempre… Y cuando llegue el día no despertaré, habito esa mirada perdida entre el amor y la dicha.

Respiras. En cada curva de esta piel verás crecer un jardín infinito.  Imagino el aroma que desprende tu beso, esa flor que desnuda mi cuerpo.

Sueño. Soplaré esta nube maldita del calendario, mojando de lluvia los días en que no estás, dejando una marca en cada paso donde te pienso. Para que no te pierdas, para que se escriban las hojas de este corazón.

Somos viajeros atrapados en una coincidencia llamada tiempo. Te veo y no sé dónde estás. Te quiero y ya no importa.  

Soy de este lugar vacío, sin mapa y sin destino.  Sin ti.

© Nur C. Mallart

Colaboración para Salto al Reverso

«Canción dormida», (nueva colaboración para Salto al Reverso)

Me enredo en el murmullo de tu vida

desde la vacuidad de este espacio lejano,

lleno de ti.

Llueve sobre el lienzo azul de tus ojos,

el silencio de un amor imaginado.

Frágil, la vida es el cristal que me detiene,

que hiere sin tocarnos.

En medio de mil mares que nos rugen,

ahogo mis días sin calor,

y escribo en el exilio de este cielo

sin estrellas, la nota de tu voz.

Amar a lo invisible es mi condena,

pero hallo en el fuego de este caos

un grito de esperanza,

el beso que sacia cualquier pena.

Tú, letra arrugada en mi alma escondida,

la luna en mi ventana,

y el baile que llora suspendido

en el sueño que robó mis madrugadas .

Tú, secreto guardado entre mis ropas,

la música que mueve mis sentidos,

y el reloj atrapado en la canción

del tiempo adormecido que no fuimos.

 

© Nur C. Mallart

Colaboración para Salto al Reverso

«Nocturno de escritora», nueva colaboración para Salto al Reverso

 

 

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Escribo.

En esta noche cerrada a las musas, la locura me protege, es mi fiel compañera, la soberana.  La tinta sangra para que no se detengan las palabras; el alma se envenena cuando no se derrama.

Escribo.

No enmudezco esta voz, escapo de una muerte lenta y agónica que se bebe mi sed. Mi espíritu es una pluma al vuelo, que me desafía, me delata. Hoy escupe lo que soy y  me ama mañana.

Escribo.

La luna inventa otra luz en este cielo mío, teñido de letras y escarcha sin flor. Yo, sin mí, estallo sobre esta hoja en blanco ansiosa de vida, de muerte y de dolor. Y en la negrura de este aire que me habita sacudo la alegría, la tristeza y el placer.

Escribo.

En medio de este silencio que lo llena todo, yo, me vacío, me entrego, me arranco esta piel y hiervo en el fuego eterno de la palabra, llama viva que alumbra y apaga un corazón abierto. Se quemará el papel,  no el sueño.

Escribo.

Soy un animal escondido en la sombra que baila en la pared. Respiro su poder, lamo mis heridas y las abro otra vez. Es tiempo de vivir para escribir, de rendirse al poema o de morir.

© Nur C. Mallart

Colaboración para Salto al Reverso

«El jardín de la soledad», nueva colaboración para Salto al Reverso

Era una tarde otoñal en el balneario Montmichelle, Suiza. Sus ojos cansados apenas distinguieron la masa borrosa que se dibujaba ante él. El murmullo de unas voces lejanas le despertó de aquella larga ensoñación en la que vivía desde hacía tiempo, demasiado quizá.

La familia Uribe, de origen venezolano, había llegado poco antes del mediodía para hablar con el médico responsable de rehabilitación. María Belén, la pequeña del clan, le acarició un pie. Nadie le había tocado así antes y le recorrió un escalofrío. Por primera vez dejó de sentirse invisible.

—¡Mira papi se le posó una mariposa! ¿Le hará cosquillas? —preguntó la niña emocionada.

—No se da cuenta, amor —le contestó su padre acariciándole el cabello.

La niña espantó a la mariposa con la mano y salió tras ella correteando por el jardín.

—Siéntense, por favor —indicó con un marcado acento francés el doctor Leboussier.

—Hijo, ve con Belén —dijo el señor Uribe a Iván, su hijo mayor.

—Pero ¿por qué? ¡Quiero saber cómo está Adrián! —protestó el chico.

—Haz lo que te dice tu papá —dijo con dulzura la señora Uribe.

El matrimonio llevaba casado 20 años, se amaban como el primer día. Isabel Uribe tenía una belleza inusual, exótica, que florecía con el paso de los años. Su cabello esculpido en un perfecto moño dejaba entrever una larga y cuidada cabellera castaña oscura. Sus gestos eran elegantes y su lenguaje discreto. Lucía un elegante vestido rojo largo hasta la rodilla y un abrigo negro a juego con las botas de tacón.

Manuel Uribe aparentaba más edad por el bigote, pero el brillo azulado de sus ojos le imprimía la vitalidad y la dulzura de una lejana pero muy feliz juventud. Desde aquella tragedia, sin embargo, parecía haber envejecido un par o tres de años. En cada una de sus visitas vestía con un elegante traje de domingo, el mismo con el que vio casarse a su hermano menor, Adrián, que yacía desde hacía meses en aquella cama.

—Doctor, ¿cuál es el pronóstico? —preguntó angustiada Isabel.

—Señora Uribe, me temo que en estos momentos es precipitado y poco prudente emitir conclusión alguna —hizo una pausa—. Si bien es cierto que ha habido una evolución en el aspecto físico, la parte cognitiva es la que va más lenta.

—Pero… se recuperará, ¿verdad? —preguntó Manuel tomando la mano de su esposa.

—Doctor, se lo suplico, ¡díganos la verdad! Estamos…—A Isabel se le quebró la voz.

—Estamos preparados para escuchar lo que tenga que decirnos —continuó Manuel, con los ojos anegados—. Sabemos que nunca recuperaremos quién fue antes de la tragedia, pero si hay una remota posibilidad de evolución… —hizo una pausa para tragar saliva —. Haremos lo que sea.

Su cuerpo, rígido y exhausto, albergaba un alma atrapada entre el frío y el cruel recuerdo de una época de eterna primavera. Las palmas de sus agrietadas manos miraban al cielo, suplicando clemencia. Las pocas ocasiones en que la gente le observaba eran por compasión y casi por obligación. No lo soportaba, y agradecía no poder siquiera mover la cabeza, porque en esa postura sus ojos recibían el consuelo de los árboles, las montañas y el libre vuelo de los pájaros.

Durante el verano, el sonido del agua de la fuente que alguna vez bañaba su rostro, lo llevaba lejos de aquel lugar. Soñaba que su cuerpo inerte cobraba vida y corría, corría lejos siguiendo el rastro invisible de alguna mariposa entre las flores e incluso sentir el gozo de la inmortalidad.

—Señor Uribe, su hermano era una persona de fuerte complexión y muy sano debido a su juventud y a su condición atlética, sin embargo, el accidente le provocó unas heridas internas prácticamente irreversibles.

—Doctor, vaya al grano—. El rostro de Manuel se endureció.

—Como les dije, no podemos emitir un diagnóstico definitivo, pero por el momento creemos que, para evitar más daños cerebrales, lo mejor es inducir a su hermano a un coma profundo.

Isabel se tapó los ojos con las manos. Manuel la abrazó, lloraron juntos.

Avanzaba la tarde, las nubes aterciopeladas dieron paso a una ligera llovizna. Cada gota era un elixir  de vida, quizá todavía habría esperanza para él en aquel lugar rodeado de tristeza y dolor.

La pequeña María Belén se arrodilló ante él, las primeras lágrimas rodaron por sus mejillas:

—Angelito bello, cuida de mi tío y haz que algún día despierte, por favor.

Isabel se acercó y tomó a su hija de la mano.

—Vamos, hija… Llueve. Tenemos que despedirnos ya de tu tío.

Y allí permaneció, inmóvil, consciente de que era solo una estatua de piedra buscando a Dios en aquel jardín. Y por primera vez, sintió que más allá de aquel ambiente espeso bañado de soledad, rodeado de prisas y voces amargas, él representaba la esperanza y el amor de aquel lugar, bajo aquella lluvia.

 

© Nur C. Mallart

Para Salto al Reverso

Burbujas (Nueva colaboración para Salto al Reverso)

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Imagen: Jamie Street

 

Incesante gorgoteo en la herida del alma,

flotando sobre la marea de la vida…

Y allá, desde esa lejanía que me eclipsa,

la burbuja, espejismo de un amor.

El amor escrito sobre este cielo que piso

y que maldigo en tu ausencia.

Nado a contracorriente, sin tu aliento a mi favor.

Y en esta burbuja, pensamiento liviano,

me ahogo, me contraigo y me elevo

hasta donde salpique la esperanza

y pueda evitar este destierro.

Paisaje sin color, tesoro escondido

anclado en el más profundo de los mares.

Burbuja de dolor que en el rocío

lloraste en mi jardín y ahogaste

un corazón que ya no es mío.

© Nur C. Mallart, para Salto al Reverso

«El vuelo infinito», nueva colaboración para Salto al Reverso

Ella —no importa aquí su nombre— siempre imaginó tener una vie en rose hasta que una tarde cualquiera, mientras preparaba una fiesta familiar, se le reventó un globo. Fue entonces recordó el suceso de días atrás, cuando otro se le había escapado por la ventana.

En aquella ocasión intentó atraparlo de forma desesperada, pero el globo, empujado por el aire, se elevó azaroso hasta casi alcanzar una hilera de nubes grises y se perdió de vista, al igual que todo lo que había deseado conseguir en la vida. Él también, alguien inalcanzable y demasiado importante, tanto, que ella se sentía demasiado común.

Él tenía casi todo lo que deseaba y mucho más. Sin embargo, ella se consolaba con pintar sus anhelos en una pared o escribirlos sobre la almohada. Él, de cuyo nombre a veces prefería no acordarse, se despertaba ciego por tanta luz artificial y moría cada día un poco, sediento del paisaje y el calor que, todavía sin saberlo, solo ella, auténtica, tierna y veraz, podría ofrecerle.

Ella necesitaba cerrar sus ojos para estar con él, y él en un solo parpadeo se rodeaba de un enjambre de reinas vanidosas y complacientes. Pero él, a veces imaginaba un mundo más pequeño, el mismo donde vivía ella, una galaxia lejana y cercana a la vez, un espacio tejido de estrellas que abrazara a dos mundos.

Una mañana de abril él presentó su última canción, y ella sintió que le hablaba. Sonrió,  dibujando en su mente la idea de que, quizá, él podría mirarse en aquellos ojos o inspirarse en el fino y delicado cuerpo que no tenía ni de lejos el glamur y la perfección al que él seguramente estaría acostumbrado.

Ella, en sus momentos de calma y sosiego escuchaba esa canción, en un ansia de conocerlo un poco más y él, la tarareaba casi a diario para salir de una realidad aparentemente impecable y completa.

Al final del día, ella guardó el globo reventado en un cajón, como quien a pesar del dolor se empecina en atesorar un corazón roto. Y así, mientras ella trataba de llenar esa hueca ilusión, en otro punto del universo, él llegaba a un reconocido teatro donde una multitud lo esperaba para celebrar el lanzamiento de su primer single. Ella se hundió en el sillón y permaneció atenta a la televisión. Se imaginó allí, caminando ufana de su brazo; mientras él, mantenía una sonrisa arcaica y atendía con un desmedido entusiasmo a la prensa para huir de las enloquecidas fans que peleaban por un autógrafo, una mirada o una foto robada.

Ella lloró colgada en la añoranza de un tiempo en que creyó que sería feliz, mientras con el dedo índice acariciaba su nombre escrito en una página húmeda. Y casi al amanecer, se rindió al sueño, agotada de tanto llorarle al corazón a través de las líneas de aquel diario más ideal que íntimo.

Él, casi ahogado en alcohol, deshizo el nudo de su corbata y se sentó en la cama de aquel nuevo hotel en aquella desconocida ciudad. Apuró el último trago del whisky que pidió minutos antes y con su pulgar repasó las imágenes de su teléfono móvil con desgana, como un condenado que lee su sentencia de muerte.

Cuando despertó, ella tenía los ojos hinchados y trató de evitar la luz del nuevo día ocultándose bajo las sábanas. En la habitación de aquel hotel, él se recostó sobre la cama y miró hacia la ventana. Vio un globo, el único que sobrevivió a aquella extravagante fiesta nocturna. Se había enredado entre las plantas del balcón. Sonrió, dejando caer el vaso que sostenía sobre la alfombra. Recordó las fiestas infantiles de la escuela, el olor a comida casera en el jardín de la vivienda familiar, el suave tacto de su madre apartándole un mechón de su cabello y, años después, el primer beso en su dieciséis cumpleaños. Echó de menos aquella vida y al muchacho que fue.

Ella se dirigió al trabajo como un autómata. La música fluía a través de sus sentidos, era el refugio donde descansaba su alma y donde vivía amorosamente libre con él. Decidió cambiar el rumbo habitual y atravesó el parque descalza. Era temprano y el rocío de la mañana se sentía como un bálsamo bajo sus pies. Deseó quedarse ahí todo el día y de noche, buscaría escapar de aquella vida para siempre. Pensó en él, en su guitarra y en aquella última canción, para ella, de él, para los dos.

Finalmente, él se levantó y metió el globo en su habitación. Lo ató a una silla frente al escritorio y se sentó. Entonces, invadido por un gozo secreto cerró los ojos y la vio a ella. Sus labios desearon recorrerla con las mismas ansias con que escribía otra canción:

Someday, somewhere far from this gray, I will be in the blue of the sky. Can you see the color of this big balloon? This is my life, this is my heart talking about you… loving you even though does not see you… 

(Traducción: Algún día, en algún lugar lejos de este gris, voy a estar en el azul del cielo. ¿Puedes ver el color de este gran globo? Esta es mi vida, este es mi corazón que habla de ti, que te ama aunque no te ve…).

© Nur C. Mallart

Para Salto al Reverso

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